LA SIEMBRA
Toca este año cultivo de maíz, pero como si fuese de patatas o remolacha: el pronóstico dice que no caerá una gota de agua, otra cosecha perdida. Pese a todo ahí sigue Desideria, removiendo la tierra, cavando zanjas, quitando caracoles, arrancando zarzas.
Budapest,
¡qué preciosidad! Vio una foto del puente en el escaparate de una agencia de
viajes un jueves que bajaba al mercado con sus hortalizas. Incluso a Cáceres se
habría ido ella de luna de miel. Pero su boda se hizo a toda prisa y luego fue
la campaña de la fresa, la de la aceituna y entonces llegó Genaro. Sietemesino,
repetía la abuela, pese a los cuatro kilos largos que arrojó la balanza. Uno
tras otro fueron naciendo Chelo, Rosaura, Juanillo, Tomasa, Chiqui y Nandín. Y,
a lo último, aquellos dos pingajos de piel transparente, que hasta se les veían
las venas, y que se le escurrieron entre los muslos cuando tendía la colada.
Los enterró bajo la tierra amarilla sin contarle a nadie nada.
Piensa
en esto y en acordarse de zurcir unos calcetines mientras se mete en el
bolsillo del mandil unos huesecillos que han salido de la tierra con la última
palada.