miércoles, 25 de noviembre de 2015

Tiempos nuevos

TIEMPOS NUEVOS

El remite de la carta que traía el diácono lo firmaba Andrey, el nuevo miembro de clausura. El prior no había elegido al imberbe aquel por gusto, sino pensando en un futuro relevo. Con un estilete rasgó el sobre y sacó una fotografía.
Se quedó mirándola, pensativo. No faltaba ninguno de los seis. Sokolov, con las manos en las orejas, no se había tomado el analgésico que le envió, ¡qué testarudo! El cáncer de Pávlov, terminal. El viejo Petrov con la cincha de atar al burro sujetándose el hábito, como siempre. Nóvikov, bueno, este dormido hasta de pie. Y Morózov, que se había trasegado el licor ceremonial otra vez.
Pero en la instantánea algo había… que no le cuadraba. Volvió a contarlos: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. ¿Pero quién había tomado la fotografía? ¿Y por qué sostenía Andrey aquel palito?
Al pie del retrato, una nota que no entendió.

«¡Selfie!»

A salvo

A SALVO

Salen sigilosamente de las habitaciones de sus hijos con la conciencia tranquila. Gracias a los cuentos que inventan para ellos, a Lucía y Daniel nunca se les aparecerán en sueños brujas que ceban con turrón a los niños para luego zampárselos, nada de eso. En sus relatos, los bosques son los lugares más seguros del mundo para salir de paseo, sin lobos ni madrastras ni manzanas envenenadas.
Cuando el silencio invade la casa, Lucía despierta a su hermano. Juntos vacían cajones y revisan armarios hasta dar con los dos monstruos amordazados. Entonces les liberan de sus ataduras y, consolándoles, vuelven a dejarlos debajo de sus camas.


Penumbras

PENUMBRAS


Lo que más disgustaba a Damián de trabajar en la carbonera de su tío Basilio era salir de ella cubierto de una capa de polvo negro. Dos semanas atrás, su madre les había confesado entre lágrimas a los dos hermanos lo mal que andaban las cosas en casa y la suerte que tenían de contar con un pariente empresario. Desde esa noche sus sueños fueron en blanco y negro.
—Ya casi estás hecho un hombre, Damián —le decía rozando con un dedo la pelusa que empezaba a oscurecerse encima del labio—. Hasta que vuestro padre no salga del sanatorio tenemos que arrimar todos el hombro, hijo.
Y eso hacían. Arrimar el hombro. Guille se lo tomaba muy al pie de la letra y cuando se metían en aquel antro, se pegaba tanto a él que más de una vez acabaron los dos rodando entre las pilas de carbón. Aquello le fastidiaba mucho.
—¡Mira cómo me has puesto! —le reprendía sacudiéndose el hollín del pantalón de arpillera. Pero al ver los dos surcos blancos que caían rodando por su cara tiznada, le rodeaba con un brazo los hombros y trataba de consolarle.
—Espérame fuera, anda, que termino de cargar los sacos y hacemos el reparto. —Entonces Guille se abrazaba a él muy fuerte, sin poder contener los hipidos, y salía zumbando a la calle. Las babas que le dejaba pegadas a la camisa le daban igual, bastante porquería tenía ya encima.
Era precisamente esto lo que más coraje le daba. Porque si su hermano pequeño tenía pánico a la oscuridad y a los monstruos que imaginaba agazapados en cada rincón, lo que él más temía era cruzarse en alguna esquina con Laurita y que le viera lleno de mugre.
Cada tarde les llevaba unas dos horas hacer el reparto del carbón y cuando acababan volvían derechos a casa, donde su madre tenía ya preparado un barreño de agua caliente y un guante de crin con el que les restregaba las rodillas, el pescuezo y las uñas. A continuación, les envolvía con una toalla y les dejaba terminándose de secar frente a la lumbre mientras preparaba dos tazones de leche tibia y unos mendrugos de pan.
—Repasáis una hora la lección y luego podéis salir a jugar.
Y seguía en la cocina frotando la ropa sucia, pelando patatas, vigilando el guiso del puchero, fregando la vasija. A veces, derrengada, se sentaba un momento y con el delantal se secaba la frente. Pero enseguida se reponía y con una sonrisa continuaba con sus quehaceres.
Muchas veces, Damián se quedaba allí con su madre. Le gustaba verla trajinar y siempre estaba dispuesto a ayudarla a poner la mesa o a secar con un trapo los cacharros. Pero se moría de ganas de ver a Laurita. Desde muy pequeños se habían entendido muy bien: habían comenzado las mismas colecciones de cromos y peleado por alguno casi imposible de conseguir; en los cumpleaños de sus amigos, habían desafinado intencionadamente hasta caérseles las lágrimas de la risa; habían echado cientos de carreras con sus bicicletas hasta el río… Cada vez que uno recibía algún juguete nuevo, corría a enseñárselo al otro. Pero hacía unos meses, cuando terminaron las clases, Damián se había sentido atraído por ella de una manera distinta. Hasta ese día, nunca antes se había fijado en el color verde grisáceo de los ojos de la niña.
El viernes de esa semana, se despidieron del tío Basilio hasta el lunes. Damián caminaba con paso rápido, deseando llegar a casa para ver la cara de su madre cuando le entregaran las monedas que se habían ganado. Pero Guille iba arrastrando los pies y apenas pronunció una palabra en todo el camino.
—Estás muy pálido, hijo —se asustó su madre al verlos entrar. Le puso la mano en la frente, el niño abrasaba—. Damián —ordenó mientras le desabrochaba la chaqueta—. Vete a avisar al doctor.
Salió como un rayo hacia la casa de don Tomás, el médico, que vivía al otro lado del pueblo. Empezaba a anochecer, pero no había ninguna luz en las ventanas. El coche tampoco estaba aparcado fuera. Aporreó con fuerza la puerta de roble hasta pelarse los nudillos. Le corría un sudor frío por la espalda, sentía el cuerpo rígido, pero inconscientemente seguía dando golpes. No se dio cuenta de que alguien le zarandeaba por detrás hasta que oyó su voz. Entonces reaccionó.
—No hay nadie, Damián. Se han ido todos a la boda de una sobrina y no vuelven hasta el domingo. —Era ella. Laurita—. ¿Se ha puesto alguien malo en tu casa? Podemos avisar a mi madre, ya sabes que a veces ayuda a su primo Sebas en la botica.
Carmela, la madre de Laura, desinfectó con alcohol las heridas de su mano. Después se dirigieron los tres a casa. Encontraron a Guille tumbado en el sofá junto a su madre, que le enjuagaba la frente con un paño húmedo.
—Estaba que se caía de cansancio. Le he dado una infusión y se ha quedado dormido —musitó—. Es culpa mía, no tenía que haberle mandado a trabajar, si es solo un chiquillo, pobrecín.
—Flori —le susurró dulcemente Carmela—. Tú también estás agotada. No puedes pasarte todo el día en la vaquería, ir luego a ver a tu marido y seguir en casa como si nada. Si continúas así la que vas a caer enferma eres tú, y a ver quién cuida entonces de los niños. Hablaré con Sebas, seguro que  algo puede hacer.
Flori rompió a llorar. Carmela hizo ponerse el gabán a Damián y les mandó a Laurita y a él a la calle. Desde fuera, vieron cómo acaldaba en un momento la cocina y ponía a hervir un cazo con un hueso, cebollas y zanahorias. Luego le ayudó a acostarse y se quedó un rato hablando con ella, que la miraba con gratitud.
Mientras, se sentaron a esperar en el poyo de la entrada. Empezaba a refrescar y Laurita se acurrucó a su lado. Podía sentir la tibieza de su aliento y el olor a heno de sus trenzas rubias. No quería manchar su chaqueta de lana, pero no se atrevía a moverse. Ella cogió suavemente su mano descarnada y empezó a tocar uno a uno sus dedos hasta quedar enlazados con los suyos. Entonces oyeron abrirse la puerta.
—Ah, ya viene mi madre. Oye, mañana podemos ir a coger ranas al río. Si puedes ven a buscarme, ¿vale? ¡Adiós, Damián!
Entró al cuarto de su madre. Escuchó su respiración profunda y supuso que alguna medicina le habría dado Carmela para dormir. Se desvistió, se lavó en el fregadero y se metió en el camastro. Tardó un rato en quedarse dormido, aún podía sentir las caricias de Laurita sobre su piel. Esa noche soñó con la espuma blanca del río, con unas bicis apoyadas en los troncos musgosos de los chopos y con unas trenzas rubias.


Garbanzo negro

GARBANZO NEGRO

Lo de Rufus fue la gota que colmó el vaso de su paciencia. Llevaba toda la tarde removiéndose en la silla frente al ordenador, cruzando y descruzando las piernas, mordiéndose las uñas… De vez en cuando se levantaba y caminaba de un extremo a otro del pasillo del apartamento, intentando aclararse las ideas. Comenzó a dolerle la cabeza y se tomó un comprimido de ibuprofeno. ¿Se merecía tantas molestias el tal Martín Bombín?
Lo había admitido en su círculo de amistades por invitación de unos amigos comunes. La primera vez que lo vio, el hombre llevaba unas patillas de forajido y unas gafas de espejo. A Fina le hizo gracia la gorra roja de beisbol puesta del revés y su sonrisa un poco golfa, y no dudó en brindarle su amistad.
Aquel hombre le recordaba al detective gracioso de una serie de la tele, por eso le cayó bien. Poco a poco empezaron a coincidir por aquí y por allá. Algunas tardes incluso se quedaban charlando a solas de sus cosas, cosas sin importancia: la receta del pastel de queso, o el momento exacto en que había que echar los percebes al agua hirviendo. Fina no se daba cuenta, pero cada vez le gustaba más Martín Bombín.
Mientras contemplaba en el vaso las burbujitas efervescentes que salían del segundo analgésico que se iba a tomar esa tarde, recordó el empeño que desde el principio había puesto aquel hombre en mostrarse atento. Por ejemplo, insistía siempre mucho en cuánto le gustaba su arroz salvaje de los domingos y también alababa las tartas que con tanto mimo decoraba ella con arándonos o rodajitas de fresa. Para Fina, la presentación de sus platos era fundamental y se sentía muy complacida cuando sus amigos se lo hacían saber.
Por su parte ella, en cuanto terminaba su tedioso turno en la cadena de montaje, corría a devolverles la visita. Como no conocía a nadie en aquella ciudad donde había obtenido por fin un empleo, quería conservar a toda costa a aquel grupo de amigos y solía deshacerse con ellos en halagos, del tipo «qué maravilla de hortensias crecen en tu jardín: azules, malvas, blancas… ¡son de todos los colores!» o «qué suerte, quién tuviera una piscina como la tuya, con el calor que hace» o «está guapísima tu hija hasta disfrazada de vampira», y cosas así. Siempre, siempre, tenía palabras amables para todo el mundo.
Porque Fina, aunque a veces se sintiera triste, o cansada, ante la gente se comportaba con mucha dulzura y no escatimaba en atenciones. Ni un dolor tan terrible de cabeza como el que tenía en ese momento le iba a hacer cambiar de actitud. Sus amigos eran su mayor tesoro y tenía que mimarlos.
Pero ahora empezaba a ser consciente de lo poco que sabía de Martín Bombín. Siempre había sido un hombre muy reservado: nunca hablaba de sus viajes, de sus hobbies o de su familia. Aunque eso sí, le pareció un encanto cuando por su cumpleaños no olvidó mandarle un ramo de rosas rojas, sus favoritas, y un montón de besos. Otra cosa que también hacía sentir bien a Fina era lo mucho que celebraba él sus chistes; aunque tenía una forma de reírse un poco cursi, se reía así «jijijij».
Pero en pocas semanas, concretamente el día que les enseñó a todos su nuevo álbum de fotos «Naturaleza agreste», Martín Bombín empezó a resultarle muy antipático. Las pocas veces que últimamente se dejaba ver, las aprovechaba para burlarse de las imágenes de amaneceres, setas y hojas caídas que iba compartiendo y, poco después, se puso también a criticar los versos que con tanta pasión componía y las canciones que escuchaba. ¿Pero qué le pasaba? ¿Era esa su forma de alejarse de ella?
Tumbada en el sofá, sujetándose un paño húmedo sobre la frente y acariciando la cabeza del Fox Terrier, que a lametazos le correspondía con muestras de cariño, vio de repente que no tenía por qué soportar a un individuo que hasta la marca de pienso que compraba para el perro le parecía mal. ¡Aquello ya era el colmo!
Convencida de que no podía continuar así, se incorporó enfadada y volvió a la mesa del ordenador. Y por primera vez en su tan entretenida vida virtual, llegó a una triste conclusión: con un ligero temblor en la mano, situó el cursor sobre la pestaña «eliminar de mis contactos» en Facebook, pulsó decidida el ratón y Martín Bombín desapareció para siempre de su lista de amigos.


La portera


LA PORTERA

Los tabiques de papel de fumar, siempre tan dicharacheros, no soltaban prenda esa mañana; las mirillas de las puertas  de los vecinos, legañosas, como cada domingo. Decidió entonces encaramarse al balcón del melenudo no le pareció temerario, era un bajo derecha y asomarse dentro. Eso hizo. Pero las persianas estaban echadas y las cortinas corridas. «Qué aburrimiento en agosto», pensó mientras se sentaba a dormitar en su taburete de la portería.
Repentinamente el tintineo de unas llaves en el rellano le despertó. Unas huellas en el suelo recién fregado bastaron para sacarla de su sopor: ya podía comenzar su ronda diaria.


viernes, 30 de octubre de 2015

Ni una perra gorda

NI UNA PERRA GORDA

—Dicho sea entre nosotros ese asunto hubiera habido que liquidarlo de una forma más precisa y menos intempestiva: sin remilgos ni imposturas baladís, pero con indulgencia y finura, pues no soy partidario de andar mareando la perdiz, ¡qué puñetas!, pero tampoco del escarnio gratuito. Y como hablando se entiende la gente, amigo mío, sepa usted que por comprar un miserable puro y una caja de cerillas me encuentro ahora en este brete; vamos, que estoy sin blanca. Y haga usted el favor de parar de moverse, caramba, que está esparciendo la sangre del finado por todo el local.
—Entonces, señor comisario, si he entendido bien —se rindió aturdido el mesonero sentándose en un taburete y alzando los pies— el café con leche y la copita de ojén no me los abona, ¿verdad?


Enojo

ENOJO


Este se va a enterar quién manda aquí, de qué va. ¿Acaso no se lo repetí hasta la saciedad? Que le dejaba acampar en mi finca, a él y a su chica, y que podían hacer allí lo que quisieran: pescar, bañarse en los arroyos de aguas cristalinas, brincar por las praderas, revolcarse desnudos entre las florecillas silvestres bajo la luz de las estrellas… Todo lo que os apetezca, le dije, menos comerse los frutos de este manzano. ¿Que por qué de este árbol en concreto? No sé. Me dio por ahí así, de repente. Y ya está.

Pantomima

PANTOMIMA

Tras girar a conciencia tres veces la llave en la cerradura «esos negros del primero no me gustan nada», coge las dos bolsas de plástico: blusas raídas, zapatos deformados, faldas desfasadas… «Para los más necesitados, como dijo el padre Ángel». Se recrea complacida pensando en las perchas y cajones vacíos y el espacio que ha quedado libre en su armario «mañana empiezan las rebajas», y dirige sus pasos hacia el centro de acogida, pero en la Plaza Mayor una concentración «si no son los perroflautas, son los del Sahara, qué pesadez» le obliga a dar un rodeo.
Al llegar, aprieta fuerte el bolso en su regazo: la fachada pintarrajeada, mujeres negras en estado «son como conejas», niños mugrientos alborotando en la acera. Tira las bolsas junto a la puerta de la entrada «vaya pestazo, no tenía que haber estrenado hoy el abrigo nuevo» y marcha a toda prisa hacia la parroquia.
A punto está de comenzar la misa, por fin en el templo sagrado. A empellones se hace con un hueco en el banco de la primera fila, se santigua piadosa, se arrodilla, reclina la cabeza sobre sus dedos entrelazados y reza el padrenuestro moviendo imperceptiblemente los labios.


.








Bajo el sol de agosto

BAJO EL SOL DE AGOSTO


En la última prueba del día, la organización había resuelto incluir en el circuito unos obstáculos para hacerlo más emocionante. Ya desde la misma línea de salida los corredores empezaban a encontrarse con serias dificultades: primero tenían que subir un barranco muy escarpado; después arreglárselas para no caer desde el puente tibetano —debajo había un embalse lleno de algas viscosas—: y por último atravesar estrechos túneles que a veces se hundían, dejando atrapados a los atletas más corpulentos. Mientras estos luchaban por salir, los otros corrían veloces para sacarles ventaja, pero los que conseguían cruzar la meta llegaban seriamente dañados.
—¡Hala, niños, recoged que nos vamos! —repetía a voces la madre mientras cerraba la sombrilla y sacudía las toallas—. Quitaos bien la arena y no os dejéis por ahí ningún muñequito enterrado, ¿eh?



La mujer del cerrajero

LA MUJER DEL CERRAJERO


Y cómo es que nunca cambiaron el bombín, pregunté al matrimonio de carcamales que vivía en el entresuelo. «Su marío di usté puso uno haci poco y ya ve, pa´ná…», me respondió apenada la vieja tras sorber ruidosamente la sopa. Les han entrado ya tres veces a robar, y siempre el mismo día que regresan del banco con el sobre de la pensión. Una fatalidad.
O sea que, si no me equivoco, llevo un par de meses trayendo la cena a estos dos: un puchero de caldo con fideos. Desde ayer lo estoy enriqueciendo con el hueso pelao del Jabugo, ¡no vayan a morirse de hambre, por Dios!


La nuera

LA NUERA

¡No te lo vas a creer…! —chilló Julio derramando la jarra de cerveza sobre las palomitas—. ¡Acabo de recibir un whatsapp de mi madre!
—¿Y qué se cuenta? —pregunté aburrida. La peli que nos habíamos descargado, la verdad, era un coñazo. Y las palomitas estaban demasiado saladas.
—¿Cómo que qué se cuenta? —masculló, mirándome desconfiado. Qué bien me conoce—. ¿Sabías que tenía móvil?
Como cuando nos casamos nos prometimos decirnos siempre la verdad, tuve que confesarle que se lo había regalado yo por su santo.
Santa Ofidia.
Y sí; la foto de perfil también la había elegido yo.




¿Quién ríe el último?

¿QUIÉN RÍE EL ÚLTIMO?

Beatriz la lombriz se partía de la risa cada vez que pasaba junto al árbol de la morera. Colgada de una ramita, bocabajo, vivía una oruga atrapada dentro de un capullo de seda.
—¿Qué haces ahí metido, gusanito? —le gritaba desde la hojarasca—. ¡Sal ahora mismo a jugar conmigo, no seas muermo! Venga, vamos a la orilla del río, ya verás qué diver. 
—No puedo —se lamentaba la oruga—. De momento soy una crisálida, todavía no me he desarrollado lo suficiente. Pronto me convertiré en una mariposa de alegres colores y volaré muy alto y viajaré a lugares exóticos. Pero hay que tener paciencia, eso dice mi madre. 
—Nunca había oído tantas tonterías seguidas. —Beatriz la lombriz era un poco puñetera—.  A ver, ¿y qué sitios son esos? Cuenta, cuenta, que estoy deseando escucharlo —decía en tono burlón.
Y así, a costa de la pobre crisálida, se mofaba Beatriz la lombriz cada día. Hasta que una tarde mientras emprendía el camino de vuelta a la orilla, unas enormes botas de goma se pararon junto a ella y unos dedos peludos la sujetaron y la metieron en un cestito de mimbre, donde permaneció toda la noche amontonada junto a otras lombrices. A la mañana siguiente, un gancho atado a un sedal atravesó su cuerpecito y mientras era lanzada por los aires en dirección al río, lo último que escuchó Beatriz la lombriz fue las carcajadas de una mariposa de alegres colores que aleteaba a su lado.




Libre

LIBRE


La noche de su internamiento, el psiquiatra de guardia lo encontró tieso sobre el jergón de la celda acolchada. Comprobó a través de la camisa de fuerza que no tenía pulso y cerró suavemente sus párpados y su sonrisa helada. Después fue al almacén a por una escalera, un bote de pintura y un rodillo para borrar la estampa de un águila que sobrevolaba el techo de aquella jaula. No fuera que llegase a oídos de los otros majaras.

Cuando se apaga la noche

CUANDO SE APAGA LA NOCHE

De un trago apura Rai el ¿décimo? chato de clarete mientras el mesonero baja la persiana del bar. Pese al frío de afuera, no se abrocha la chaqueta. Desde lo de Elisa, no acierta ni con los botones ni con las teclas del ordenador. Murió con ella la poesía.
Junto a un contenedor de vidrio, se lía un cigarrillo. Una puta apoyada en una farola se acerca contoneándose y le ofrece lumbre con su mechero de Betty Boop.
Como tantas otras noches, sin quererlo, sin buscarlo, se deja seducir.

Y juntos, arrastran sus sombras tambaleantes por el empedrado húmedo de la ciudad.

Con las manos en la masa

CON LAS MANOS EN LA MASA

—«El bate, “¡eso, bate!”, se le resbalaba de las manos pringosas…». Así terminaba el prólogo.
Los dos adolescentes apartaron la mirada del manual y se miraron desconcertados. Llevaban diez minutos desnudos en la cama leyendo, sin saber por dónde empezar. Aquella introducción les confundía; él aún no había logrado ni una erección, y ella bostezaba mirando la lamparita que proyectaba ositos al techo de la habitación.
Unos golpetazos en la puerta les hicieron dar un brinco; en medio minuto ya estaban vestidos.
—¡¡¡Chicos!!! —Era la madre de él. —Por casualidad no habréis cogido el libro de recetas afrodisíacas, ¿eeeh?



«Top Novia»

«TOP NOVIA»

—Está decidido, mamá. ¡Que no me caso! —musitó en un ahogo Teresa.
Tan concentrada estaba doña Concha cosiendo unas flores de encaje en el velo que ni se había percatado de que su hija se estaba asfixiando.
—A las cuñadas de Cuenca no sé si mandarles una invitación para todas y que se apañen —sopesaba entre dientes doña Concha mientras enhebraba una aguja—. Total, las cuatro viven en el mismo cuchitril de pueblo. Se la enviamos, por ejemplo, a la Nati, que es la menos chiflada, y que les dé a las otras el recado.
—¡Mamá! ¿Quieres hacer el favor de escucharme? —gimió congestionada Teresa. Doblada por la cintura como un pelele, trataba inútilmente de sacarse por la cabeza aquel vestido. A ratos se estiraba en la cama todo lo larga que era, otros se retorcía sobre la moqueta; pero cada vez se enredaba más y más con los tules.
—¿Decías algo, hija? —preguntó levantando la mirada de su labor. Estaba quedando precioso aquel velo. Lo de añadirle unos minúsculos tulipanes lo había copiado de una boda que vio en el HOLA, pero eso no lo reconocería jamás.
—¡Que ya no me voy a casar! —La voz de Teresa sonaba cada vez más apagada. Normal teniendo en cuenta que casi no podía respirar.
—No digas bobadas, tontina —se inquietó de pronto la mujer. No estaba dispuesta a suspender la ceremonia ni anular el banquete—. Anda, anda, serán los nervios. Recuerda que mañana tenemos que ir a  elegir la tarta.
—No estoy nerviosa, lo que estoy es gorda. ¡No entro en el vestido de la bisabuela! —protestó con un hilo de voz.
—No estás gorda, cariño, solo un poco rellenita. Y ya sabes que es tradición que todas las mujeres de esta familia nos casemos con él. Mira, haremos una cosa: a partir de mañana te pones a régimen. Bueno, mejor a partir del lunes, que mañana hay callos, pimientos rellenos y chuletón de buey con guarnición; y el domingo hemos quedado donde los primos para una parrillada. ¿Qué te parece?
—¡Mamá, haz el favor de quitarme esto de encima, que no puedo respirar…! —La pobre Teresa perdía el resuello por momentos; cada vez se sentía más débil. Con el pánico del que empieza a atisbar una luz al final del túnel, «soy demasiado joven para morir así, tan a lo tonto», tropezó con el espejo, que cayó con gran estrépito rompiéndose en pedazos. Doña Concha dejó en la caja las tijeras y se levantó pesadamente de la mecedora de mimbre.
—Hija, ten cuidado por dónde pisas, no vayas a cortarte con un cristal y a poner perdido de sangre el vestido. ¡Angélica! —gritó dirigiéndose a la puerta—. ¡Suba la escoba y el recogedor! Vaya lío que has organizado, Teresita, hija, y lo arrugada que ha quedado la cola, eres más poco cuidadosa… Aaay, perdona, hija, no llores. ¡Pero qué delicadas sois las novias! Recuerdo cuando yo…
—¡Que dejes de llamarme novia, te he dicho! —aulló la pobre muchacha, luchando ya sin fuerzas por acabar con aquel tormento.
—Ah, Angélica, ya está usted aquí. Escuche: a partir del lunes la niña comerá solo pechugas de pavo hervidas, ensalada y caldos. ¿Ha tomado nota?
Conteniendo la risa, Angélica asintió y desapareció por las escaleras con la escoba en una mano y el recogedor lleno de cristales en la otra.
—Ya verás, hija, como en un par de semanas se te va a poner un tipín igual que una maniquí de esas de las pasarelas —siguió doña Concha mientras estiraba con los dedos el velo ya casi terminado.
En una de sus contorsiones a ciegas, Teresa consiguió por fin zafarse de la trampa de organdí. Con la combinación enrollada al cuello y en bragas se arrastró desesperada hasta la ventana a respirar aire fresco.
—Sabes que no me gusta que te pasees en cueros por la casa, qué van a pensar los vecinos —le susurró doña Concha mirando de reojo el camino del jardín. Y volviendo la vista a la joven—. ¡Ay, si te viera ahora el Mauricio! No sabe bien ese muchacho la joyita que se lleva. Verás qué bien luces ese escote con el vestido. Tú no te preocupes, que esta tarde tu madre saca un poco de dobladillo por aquí, hilvana por allá, y con un par de kilos menos te quedará perfecto.
—No sé… —Teresa sorbió ruidosamente los mocos. La sola mención de su novio le había hecho dudar.
—Entonces no hay más que decir. —Doña Concha respiró aliviada. Su hija se ponía a veces un poco testaruda, pero ella sabía bien cómo hacerla entrar en razón—. Hala, que es la hora de comer y me está viniendo de la cocina un olor a tortilla de patata con cebolla, ummm…
—¿Hay filetes empanados?

—También, también.

Hojas muertas

HOJAS MUERTAS

«Estas alianzas secretas me susurraste revolviéndome el cabello en aquel local, mientras nos perforaban los ombligos con idénticos aretes serán nuestra unión para siempre. Ni tus padres podrán impedirlo».
Hasta el tres de agosto duró tu promesa. Una mancha de aceite en el asfalto, una vuelta de campana y aquel chopo hasta ese día nunca había sabido distinguir un chopo de otro árbol, pero eso ya lo sabes, no sé para qué te lo cuento a la salida de aquella curva.
Ha llegado el otoño. En el aula estoy como ausente, ida. Pensando en tus manos tiznadas de tiza.
 Y ¿sabes?  
Sí. Claro que lo sabes.

Que no me llega el aire.

Haikus

CUNILINGUS
Flor lujuriosa
Pétalos sonrosados
Libo tu néctar

VOLCÁN
Olor a azufre
La tierra arde brama
Vomita sangre

AMOR TARDÍO
Entre cenizas
 un brote tierno asoma
Tímidamente



Fondo de armario

FONDO DE ARMARIO

Seguía atrapado allí, dentro del uniforme de vigilante en la fábrica de embutidos de su suegro, de lunes a viernes; en el chándal de salir a correr con sus cuñados tres días por semana; en aquellos ridículos calzoncillos con tirantes que tanto excitaban a su mujer cada noche de sábado.
Pero los domingos, cuando ella llevaba a las niñas a patinar, colgaba en las perchas todas esas infamias, sacaba del cajón el disfraz de amazona del carnaval pasado, y tendido sobre la colcha, látigo en mano, esperaba a su vecino Carlo, que subía en apenas unos segundos las escaleras desde la barbacoa del jardín.



Estrella

ESTRELLA


Al abrir el contenedor, se dio cuenta de que estaba empezando a olvidar el nombre de las cosas. Pero al ir metiendo los envases, la marca del bote de lejía que sacó de la bolsa de reciclar le sumió en una profunda tristeza. 

En caliente

EN CALIENTE


Murió a las doce de la noche en el cuarto azul. La tía Adela. O mejor dicho, el vejestorio ese que pululaba por el caserón. Porque la tal Adela no era tía de mi mujer ni nada, sino una señora que hace siglos se dejó caer por la masía de mis suegros cuando estos aún vivían y ahí se quedó. A acaldar la casa y la huerta. Pero de eso no me enteré hasta muchos años más tarde, cuando mi esposa recibió en herencia aquellas fincas y decidimos venirnos a vivir al campo.

La tía Adela siempre estaba tocando las narices. Y para demostrarlo, fue a expirar la víspera de Reyes y en la habitación de Dieguito y Rubén. ¿No podía haberse quedado inconsciente sobre la mesa de la cocina mientras le daba al anís? O en su mecedora de la sala, mientras tejía aquellas bufandas interminables que tanto odiaban mis hijos, que les salía un ronchón cuando se las anudaba al cuello. O en la huerta de acelgas, qué vicio con las acelgas.

Pues no; ella tuvo que elegir esa noche para palmarla. Me la encontré cuando subí a comprobar si los niños dormían ya para empezar a colocar los regalos junto a la chimenea. El cuerpo inerte de la tía Adela estaba despatarrado sobre la alfombra de Mickey Mouse. Con una mano sujetaba un trozo de carbón, la muy bruja. Me pareció oírla rutar, con sus labios prietos y apuntando con una garra a mis hijos: «Sois unos niños muy malos. Directos vais a ir al infierno y allí moriréis abrasados entre las llamas, jajaja».
Entre mi suegro y yo, tiramos de la alfombra con el fiambre encima y la arrastramos escaleras abajo hasta el garaje. Allí la metimos en la caja vacía de la bicicleta rosa que los Reyes iban a dejar esa noche a Elisa. Lo cierto es que lo improvisamos según la marcha: no queríamos que se llenara la casa de policías y amargara el día a los pequeños. Así que decidimos aplazarlo hasta después de comer, cuando salieran a disfrutar con sus juguetes nuevos al parque.
A la mañana siguiente, el único que notó que faltaba la alfombra de su habitación fue Dieguito, pero enseguida se olvidó del asunto, entretenido como estaba con su triciclo.
De la desaparición de Adela, ninguno comentó nada.


Emboscada

EMBOSCADA

Aquel ser diminuto que golpeaba la lente desde el otro lado del precipicio, asomado al borde y abriendo los dedos de su mano libre en forma de «uve», fue lo último que distinguí antes de que se me empañara el visor. Giré el objetivo hacia abajo. En el fondo del barranco, sobre unas rocas puntiagudas, yacían dos cuerpos cubiertos de sangre. Uno era el del sargento Thomas, al mando de mi batallón; el otro, un oficial con un boquete en la cara y una estrella como la mía tatuada en el cuello.

Comprendí entonces por qué sentía tanto frío.

El pupilo

EL PUPILO

«Vuelven a ser invisibles, no seas quejica…», repetía mareado Stevie a la muñeca tuerta mientras le pintarrajeaba la cara con rímel y colorete. Tras alisarle los jirones del cabello, la escondió entre los arbustos del jardín y, sacudiendo el índice en el aire, se despidió de ella con un «no te entretengas con nadie por la calle que te conozco, ¿me has oído bien?». Antes de que regresara su madre de la compra se fue a la nevera a por su segunda lata de cerveza, pensando que todavía le quedaba aprender a eructar.


David contra los Goliat

DAVID CONTRA LOS GOLIAT

Repartió mandobles a diestro y siniestro hasta descoyuntarse el hombro. Al principio, con la ayuda de su escudero. Pero cuando este huyó espantado continuó solo, sorteando como pudo los cañonazos del enemigo; estaba decidido a sacrificarlo todo por defender el honor de su gente. Durante el combate, resistió días de emboscadas y noches en vela, protegiendo su aldea, y en algún momento, vitoreado por sus fieles seguidores, creyó haber neutralizado el avance de aquellas tropas sobradas de munición. Pero todo fue en vano.

Una mañana, mientras cambiaba las vendas de sus heridas, no escuchó el silbido del sable que le seccionó el brazo derecho. Derrotado, el aguerrido cabecilla griego cayó de rodillas al suelo y su pueblo fue vilmente sometido por el ejército de gigantes, liderado con mano de acero por una guerrera teutona.

Arte rupestre

ARTE RUPESTRE

Soplaba fuerte el viento afuera, así que papá dijo que nada de salir a por hierbajos y flores, que mejor hacíamos dibujitos con arcilla, cenizas y caldo del guiso. En un momento dado, mientras estampaba mis manos llenas de barro en la pared, nos quedamos a oscuras. Como no me apetecía ir a ver qué pasaba, me acurruqué en el suelo y me dormí. Entonces me despertaron unos golpes seguidos de unos gruñidos de dolor y me arrastré hacia donde venía el jaleo; en la entrada de la gruta, sosteniendo un garrote, estaba mi madre en delantal llamando gandul a mi padre que, enfurruñado, frotaba un palito sobre el serrín y encendía antorchas sin parar.

Al otro lado

AL OTRO LADO


Todo lo que pasaba, pasaba por la escalera. Apostado tras la puerta de la entrada, Matías vigilaba el trasiego de los vecinos. Los tablones centenarios crujían con suavidad o protestaban quejumbrosos, abrumados por el peso de sus cuerpos. Algunos peldaños se hundían rendidos bajo las pisadas de las viejas, los saltitos de los niños, el trote de los adolescentes… Matías era capaz de reconocer a muchos de los inquilinos por sus andares cansados o por sus taconeos firmes; incluso identificaba, por su forma de resoplar y arrastrar los pies, a la asistente que venía dos veces por semana cargada con la compra.
Desde que le dio el ictus unos años atrás, no había vuelto a salir de casa. Sentado en su silla de ruedas, permanecía siempre atento al bullicio de la escalera; en su vivienda la única ventana daba a un callejón sombrío, de modo que tuvo que conformarse con oír pasar la vida, en lugar de verla.
Hasta que un jueves oyó en el rellano a dos mujeres comentar que la comunidad había aprobado la instalación de un ascensor. Cuando al lunes siguiente llegó la de Servicios Sociales, tuvo que empujar con todo su cuerpo la puerta bloqueada por la silla para descubrir allí sentado el cadáver de Matías. Llevaba puesto su traje de calle, el sombrero de fieltro y unos  relucientes zapatos negros.



A tres manos

A TRES MANOS

El Avelino tenía muy mal perder a todo lo que jugáramos, pero le cabreaba especialmente que siempre le ganara al póquer de dados. Los viernes por la noche, antes de que cerraran la tasca, me gustaba picarle a una partida mientras la Mari, aprisionada entre sus brazos, rellenaba de clarete su vaso, que se vaciaba varias veces antes que el mío. Agarrado a su cintura, no la soltaba ni cuando volcaba sobre el tapete los dados. Pero cuando tropezando contra sillas y mesas salía a mear al patio y se desplomaba bajo la higuera, la Mari me arrastraba al almacén y entre cajas de vino y cerveza se desabrochaba gustosa el vestido para saldar la apuesta perdida.


Las hermanas Clayborne

LAS HERMANAS CLAYBORNE

La intención de seguir siendo solo amigos les duró poco al duque de Chesterton y a su cuñada Chloe desde que aquel enviudara inesperadamente de la bondadosa Clarisse. Fue entonces cuando la amante comenzó a frecuentar su mansión, a probarse frente al espejo los collares y pulseras de perlas de la difunta y ya, desposados, a esperarle todas las madrugadas junto a la puerta, llena de reproches.
Pronto dejaron de enredar sus cuerpos desnudos bajo las sábanas, de dormir en el mismo lecho, de mirarse a la cara; lo que tardó el duque en quedarse prendado esa primavera de Claire, la pequeña, inofensiva y prometedora hermana menor.


Ruidos

RUIDOS

Iba a pasar la aspiradora cuando llamaron a la puerta. O eso le pareció, que volvía a sonar el timbre, porque cuando se asomó a la mirilla no había nadie en el rellano. Desde que enviudara de Braulio, dos semanas atrás, la única presencia en aquel piso había sido la de la portera, tan aficionada a los duelos y velatorios ajenos. Mejor así, tranquilita y sola en casa, que ya bastante había tenido que aguantar durante treinta años. Pero desde el entierro, todas las tardes habían seguido llamando al timbre. Permaneció unos minutos en silencio en la entrada, arrimada a la pared, sin volver a escuchar nada. Se abrochó los botones de la bata, echó el pestillo por precaución, y giró cuatro veces la llave.
Aquella misma mañana había sonado también el telefonillo del portal, pero aunque preguntó varias veces quién era, no había recibido respuesta.
A tanto timbrazo y tanta llamada no estaba acostumbrada. Respiró hondo para alejar la sospecha que iba tomando forma en su imaginación, fijó con los dedos un rulo que se le estaba soltando de la coronilla y volvió a la sala a repasar con el plumero el polvo de las estanterías. Le resultó más fácil ahora que se había deshecho de la espantosa colección de elefantes africanos de Braulio; la de polvo que cogían y el trabajo que le daban. Siguió limpiando con el aspirador la alfombra de la sala y a continuación preparó un cubo de agua caliente con lejía y se puso a fregar el parqué del pasillo, que había ido perdiendo su color caoba de tanto restregarlo.
—He visto junto al contenedor antes de subir no sé cuántas cajas con la ropa y los trastos de tu esposo —le había soltado la portera dos días después del funeral—. Podías haber esperado un poco, digo yo. ¿Qué crees que pensarán los vecinos de este arrebato de limpieza?
Lo cierto es que en los vecinos no se había parado a pensar, pero desde que viera en la tele aquel programa de «Crimen e investigación» había decidido dejar el piso como un espejo, por si acaso.
Cuando ya llevaba la mitad del suelo hecho, se acordó de que había dejado agua a hervir para hacerse una tisana y fue a la cocina. Mientras bebía a sorbos de la taza, escuchó de nuevo unos golpes intermitentes en la entrada. Y juraría que también unos lamentos. Se dirigió de puntillas allí, descorrió la cerradura, giró temblorosa el picaporte y asomó la nariz por la puerta entreabierta sin quitar la cadena. Nada. Nadie.
Media hora más tarde, vaciaba el cubo de agua sucia por la baza cuando oyó unos golpetazos en el dormitorio. Al asomarse a la puerta, vio las contraventanas chocando contra los cristales y el bailoteo frenético de las cortinas contra la pared. Con el corazón saliéndosele por la boca, recorrió todas las habitaciones de la casa, cerrando ventanas y bajando persianas hasta quedarse a oscuras, y se acurrucó en la butaca cubriéndose hasta la cabeza con la mantita de cuadros. Ya no tenía ganas de seguir limpiando. Se tomaría una pastilla de las de dormir, aunque fueran las siete de la tarde, y se olvidaría de todo durante unas cuantas horas.
Al rato, sonó el teléfono. Ring, ring, ring. Pese a tenerlo al lado de la mano, no quiso sacar el brazo de su refugio protector y lo dejó sonar varias veces. Hasta que paró. Al poco, volvió a repetirse la llamada.  Pero no descolgó.
Presintió que sería la pesada de la portera. Solo de imaginarse las conclusiones a las que llegaría aquella mujer cuando le contara lo de los ruidos y golpes de los últimos días le entraba pavor. ¿Sospecharía, como ella, que era el espíritu de Braulio, dispuesto a vengar su muerte y seguir haciéndole la vida imposible incluso desde el Más Allá?