domingo, 3 de octubre de 2021

Paradise

 PARADISE

Si puede una muerte ser placentera y hasta apetecible la de Dorothy lo fue. Tras un derrame cerebral, el último aliento lo exhaló postrada en su lecho de moribunda con una sonrisa de delectación.

Porque el destino en ocasiones es burlón, otras caprichoso, otras un traidor. Pero en el caso de Dorothy, quizá para compensar la vida de mierda que había llevado —abandonada al nacer en la puerta de un hospicio, siempre con las rodillas peladas de fregar suelos de casas ajenas, los ojos secos de llorar la muerte de sus cuatro hijos, la piel amoratada de los golpes que le daba el marido, y demás calamidades y privaciones por las que había tenido que pasar—, fue generoso y le ofreció antes de morir las imágenes de una vida que no había sido la suya. Una vida de espumillón, galletas de canela y muñecas por Navidad, patinaje en lagos helados, chapuzones en la piscina de la casa de verano y clases de equitación. Y después, en plena juventud, aquel festival de Woodstock que había visto alguna vez en el televisor y al que no la dejaron asistir, pese a vivir en el pueblo de al lado, porque tenía que ir a recolectar mazorcas de maíz.

Con esas imágenes de conciertos, cerveza, melenas al viento y desmadre total dio sus últimos estertores Dorothy, a los setenta años de edad, en un camastro de un centro de beneficencia, disfrutando por primera vez de lo a gusto que se estaba fumada, dando brincos y sin bragas.

El indiano

 EL INDIANO

Es el puro que mejor le sabe a don Eduardo, el que se fuma a la puerta de la cantina mientras le lustran los zapatos y observa al personal. Ahí repanchingado en esa silla alta, echando en la cara el humo a los parroquianos que entran y dejando caer la ceniza en el pelo del limpiabotas, se siente como un marajá.

Porque a ver, de todos esos zarrapastrosos que pasan empujando una carretilla o cargando con un saco de paja, ¿alguno tiene una levita blanca de algodón, un automóvil americano, un casoplón con dos palmeras a la entrada, una caja fuerte detrás del cuadro de caza, una criada mulata de labios turgentes siempre arrodillada ante él, cuando él lo manda?

Desde luego que no, menuda panda de muertos de hambre, piensa mientras regresa a casa caminando por las calles sin asfaltar. Gentuza sin ambiciones es lo que son, campesinos que nunca llegarán a nada. Pero entonces, se pregunta cada día más malhumorado, ¿a qué carajo vienen esas miradas serenas, esos rostros sonrientes, ese contento al llegar a sus chamizos llenos de niños harapientos, de esposas gordinflonas, de olor a castañas asadas en otoño y a mazapán casero en Navidad?

Mareo

 MAREO

Poco después del porrazo que se pegó contra el suelo, comenzó a recuperar los sentidos que le habían abandonado durante ese rato. Primero sintió frío, pues las baldosas estaban heladas y el litro de agua que le habían echado en la cabeza también. Después oyó a Laura que decía «¡despierta, Manolo, qué delicado eres, por Dios!». Luego fue el olfato. Olía a cloro, a desinfectante, o algo parecido. Y a continuación una luz intensa que atravesaba sus párpados apretados. «Venga, abre los ojos, a la una, a las dos, ¡a las tres!» se dijo. Y al hacerlo por poco se desmaya otra vez, al reconocer aquella figura maligna que unos minutos antes, cuando todo se tiñó de negro, hacía unas incisiones con un objeto punzante entre las piernas de Laura.

Mientras se incorporaba, la mujer de los guantes ensangrentados le puso en el regazo la criatura. Entonces volvió a notar las piernas como blandiblú, pero esta vez por los tres kilos de carne palpitante que berreaba como un chon en la matanza, por su cuerpecito tibio, lleno de pliegues, por su olor a vida, por esos dedos y esas uñas tan diminutos, tan perfectos.

Cuenta atrás

 CUENTA ATRÁS

Desde la puerta del piloto hasta el faro trasero, ¡raaackkk!, duele imaginarse el chirrido que haría el punzón al hundirse en la carrocería de su Jaguar XJ. Porque no era un simple rayón de esos que hace una llave, no. La profundidad del surco delataba mucha mala baba: bien hincada la punta hasta dentro de la chapa, arrastrando el instrumento en zigzag, seguro que con las dos manos para dañar más el metal. Por si esto no fuera suficiente, habían echado ácido corrosivo por todo el capó. Un trabajo tan vil como concienzudo.

Así encontró Bosco su bólido cuando salía recién duchado del club. Quieto como una estatua, casi ni pestañeaba; tenía los ojos enramados, las pupilas dilatadas, la vena de la frente cada vez más hinchada. Las gotas de sudor le iban formando cercos en su camisa de seda blanca, las uñas se le clavaban en los puños apretados y la cabeza parecía que le iba a estallar.

«Lo del coche tiene arreglo», bufó dándole a una rueda una patada, «pero el mechón de pelos en el peine, esta futura calva, Dios mío, ¡es el principio del final!».

El sonido del silencio

 EL SONIDO DEL SILENCIO

Se podía andar descalzo sin ensuciarse los pies. Por poder, se podría hasta comer sobre el pavimento. No se veía un escupitajo, ni cagadas de perro, ni chicles pegados al suelo. Como todo era peatonal, no se oían frenazos, pitidos, sirenas, ni gritos de conductores coléricos. Tampoco había policías ni señales prohibiendo esto o aquello. Se respiraba paz, sosiego, recogimiento.

Pero a muchos, tanto silencio les aturdía. Sentados bajo los cipreses, mareados por el olor de rosas y crisantemos, acortaban la visita y recobraban la serenidad cuando, de regreso a sus hogares, sus coches quedaban atrapados en algún embotellamiento.

Niebla

NIEBLA

A Felipa de vez en cuando le entra la pesadumbre de haber abandonado los estudios tan pronto y haberse puesto a trabajar en esta lavandería infernal, que parece un horno del calor que pasa. Y concretamente, en este preciso instante, se lamenta de no haber aprendido nada de latín. Solo se acuerda del «rosa rosae», el «veni, vidi, vici», el «citius, altius, fortius» y poco más; y con ese chapurreo no va a poder pedir socorro al gladiador romano a quien imagina cabalgando a lomos del corcel negro que se aproxima al galope, abriéndose camino a través de la niebla.

Así que, tendida sobre las baldosas como está, extiende los brazos y los agita, gesticula con la cara, ese hombre tiene que ver las señales de auxilio, actuar con rapidez y profesionalidad, rescatarla de este sótano insalubre y sin ventilar. Entonces, a través de los cristales empañados de la puerta de la lavandería, ve definirse la imagen del capataz. De pie frente a ella, con esa sonrisa equina que tanto odia, que por algo le llaman Caracaballo, acaba de tirarle encima un vaso de agua. Y la pobre Felipa, recuperándose de su indisposición, se levanta del suelo mareada, pide disculpas, se compromete a recuperar esos minutos perdidos al final de la jornada y continúa con el centrifugado de sábanas y toallas. De su salvador, del rescate y de cómo escapar, tan ocupada como anda, ya ni se acuerda.


En forma

 EN FORMA

Un gimnasio nuevo pegado al portal, por treinta euros al mes, con piscina abierta desde las siete de la mañana, con una hora de pilates todos los mediodías y por las tardes, a las ocho, otra de zumba, y con horario ilimitado en la sala de máquinas… ni se lo pensó; pulsó click en la pantalla y se dio de alta.

Pero tan temprano, nunca oía el despertador; después de la oficina lo que le apetecía era ir a comer a casa; tras la comida se quedaba grogui en el sofá; y por las tardes las cañitas con los amigotes no las perdonaba. Así que dos años después de estar pagando la cuota, y sin siquiera conocer el local, decidió darse de baja.

La condesa

 LA CONDESA

A Katia, la inquilina del entresuelo, todos la tenían por una vieja loca por las parrafadas que metía a los gatos callejeros y a las palomas. Aunque la mayoría de las veces hablaba sola, más que nada porque nadie la entendía.

―как я был счастлив, когда был молод, когда я жил во дворце, со своими платьями, моими украшениями, моими поездками и моими вечеринками, и как ужасна сейчас жизнь, черт возьми decía.

Solo salía de casa los viernes, para ir a la peluquería. Allí se sentaba, miraba las revistas de papel couché, señalaba con el dedo el peinado de alguna modelo y, por mucho que insistieran las empleadas con que eso no le iba, ella siempre se salía con la suya y cada semana volvía a su casa con una peluca nueva: un moño alto, una coleta muy tirante, una trenza alrededor de la cabeza o una melena lisa. Entonces ponía el tocadiscos, se sentaba en la butaca, se servía un chupito de licor y se fumaba un paquete de cigarrillos, hasta que le embargaban la nostalgia y el llanto y se quedaba dormida.

Aquel día mientras hojeaba el Cosmopolitan, Natasha, una aprendiza nueva, la oyó hablar, se le acercó y resultó que se entendían. ¡Qué alegría se llevó Katia, poder charlar después de tantísimo tiempo con una paisana!

Las dos horas que estuvo haciéndole la manicura y arreglándole una peluca pelirroja, de corte Bob, le contó su vida: que era una condesa muy rica, que tuvo que huir de su país, que estaba allí de incógnito y que nadie la encontraría nunca. Ante el interés que ponía la joven, y como no le dio tiempo a terminar, la invitó a su casa a tomar el té. Una vez allí, abrió una botella de vodka y, entre tragos y humo de cigarrillos, siguió contándole cosas. De sus amantes, de sus safaris. De sus joyas. Le mostró una llave de plata que llevaba en una cadenita al cuello y dónde estaba el joyero que abría. Poco después se terminó la botella de vodka y cayó rendida.

Al día siguiente se despertó algo mareada se recolocó la peluca y se puso a ordenar el salón. «Qué tretas tiene que inventarse una pobre anciana como yo —pensaba con una medio sonrisa mientras recogía la bisutería que Natasha había tirado de mala leche en la alfombra y comprobaba que el joyero de verdad seguía en la caja de costura— para tener un poco de conversación».

 

La vida no es bella

 LA VIDA NO ES BELLA

Una mañana al levantarme vi que una paloma se había metido dentro de la jaula vacía. Mientras mamá dormía, me puse a recoger las plumas que se le habían arrancado al atravesar la puerta diminuta del que fue el hogar de nuestro jilguero. Le acerqué una tacita con agua y unas migas duras de pan y al acariciarla sentí que su corazón latía frenéticamente. Al poco, cesaron los temblores y cayó tiesa sobre el comedero.

Hasta aquel momento, mis únicos recuerdos eran jugar con mamá a movernos sin que crujieran las tablas del suelo, leerme cuentos a la luz de una vela, el regusto de la sopa fría. No sé si era verano o invierno, ni si fueron meses, semanas o días el tiempo que estuvimos encerrados en aquel sótano. Pero mientras escondía el pájaro muerto en el fondo de un cajón, entendí por qué sollozaba mamá cuando me creía dormido y supe que papá no regresaría jamás, que los destellos en el cielo nocturno no eran fuegos artificiales y que lo que había allí fuera era el mismísimo infierno.

Tal vez mañana

TAL VEZ MAÑANA

Le habría encantado crear sus propias historias, ser escritor. Desde niño le gustaba mucho leer y tenía la cabeza llena de localizaciones, de tramas, de personajes, pero si no era por una cosa era por otra y al final lo de empezar su novela lo tuvo que ir dejando.

Porque antes había que vivir mil aventuras en el pueblo, divertirse en las verbenas, enamorarse de Clara, hacer la mili, sacarse año por año Derecho, hincar los codos para aprobar una oposición, casarse con Clara, buscarse un trabajillo extra por las tardes, comprarse un pisito y más adelante, con siete hijos, una casa más grande. Pagar dentistas, excursiones escolares, matrículas universitarias, y ya jubilado aprovechar para hacer viajes: a Fuengirola, a Benidorm, a Cádiz. Pero siempre en autocar, que a Clara los aviones le aterrorizaban.

Un día vino Clara del taller de manualidades con un portafolios de piel curtida, muy suave al tacto, todo cosido a mano, con unos detalles por aquí y por allá preciosos, una cosa que daba gusto verla, olerla, tocarla.

Mira, te he hecho en clase las tapas de tu libro, para encuadernarlo cuando esté listo.

Él tomó de sus manos el regalo, la abrazó y retuvo con fuerza las lágrimas. Tal vez mañana, hoy no, le contaría que sus personajes desde hacía días habían comenzado a abandonarlo.