EL INDIANO
Es el puro que mejor le sabe a
don Eduardo, el que se fuma a la puerta de la cantina mientras le lustran los
zapatos y observa al personal. Ahí repanchingado en esa silla alta, echando en
la cara el humo a los parroquianos que entran y dejando caer la ceniza en el
pelo del limpiabotas, se siente como un marajá.
Porque a ver, de todos esos
zarrapastrosos que pasan empujando una carretilla o cargando con un saco de
paja, ¿alguno tiene una levita blanca de algodón, un automóvil americano, un
casoplón con dos palmeras a la entrada, una caja fuerte detrás del cuadro de
caza, una criada mulata de labios turgentes siempre arrodillada ante él, cuando
él lo manda?
Desde luego que no, menuda
panda de muertos de hambre, piensa mientras regresa a casa caminando por las
calles sin asfaltar. Gentuza sin ambiciones es lo que son, campesinos que nunca
llegarán a nada. Pero entonces, se pregunta cada día más malhumorado, ¿a qué
carajo vienen esas miradas serenas, esos rostros sonrientes, ese contento al
llegar a sus chamizos llenos de niños harapientos, de esposas gordinflonas, de
olor a castañas asadas en otoño y a mazapán casero en Navidad?