domingo, 3 de octubre de 2021

Paradise

 PARADISE

Si puede una muerte ser placentera y hasta apetecible la de Dorothy lo fue. Tras un derrame cerebral, el último aliento lo exhaló postrada en su lecho de moribunda con una sonrisa de delectación.

Porque el destino en ocasiones es burlón, otras caprichoso, otras un traidor. Pero en el caso de Dorothy, quizá para compensar la vida de mierda que había llevado —abandonada al nacer en la puerta de un hospicio, siempre con las rodillas peladas de fregar suelos de casas ajenas, los ojos secos de llorar la muerte de sus cuatro hijos, la piel amoratada de los golpes que le daba el marido, y demás calamidades y privaciones por las que había tenido que pasar—, fue generoso y le ofreció antes de morir las imágenes de una vida que no había sido la suya. Una vida de espumillón, galletas de canela y muñecas por Navidad, patinaje en lagos helados, chapuzones en la piscina de la casa de verano y clases de equitación. Y después, en plena juventud, aquel festival de Woodstock que había visto alguna vez en el televisor y al que no la dejaron asistir, pese a vivir en el pueblo de al lado, porque tenía que ir a recolectar mazorcas de maíz.

Con esas imágenes de conciertos, cerveza, melenas al viento y desmadre total dio sus últimos estertores Dorothy, a los setenta años de edad, en un camastro de un centro de beneficencia, disfrutando por primera vez de lo a gusto que se estaba fumada, dando brincos y sin bragas.

El indiano

 EL INDIANO

Es el puro que mejor le sabe a don Eduardo, el que se fuma a la puerta de la cantina mientras le lustran los zapatos y observa al personal. Ahí repanchingado en esa silla alta, echando en la cara el humo a los parroquianos que entran y dejando caer la ceniza en el pelo del limpiabotas, se siente como un marajá.

Porque a ver, de todos esos zarrapastrosos que pasan empujando una carretilla o cargando con un saco de paja, ¿alguno tiene una levita blanca de algodón, un automóvil americano, un casoplón con dos palmeras a la entrada, una caja fuerte detrás del cuadro de caza, una criada mulata de labios turgentes siempre arrodillada ante él, cuando él lo manda?

Desde luego que no, menuda panda de muertos de hambre, piensa mientras regresa a casa caminando por las calles sin asfaltar. Gentuza sin ambiciones es lo que son, campesinos que nunca llegarán a nada. Pero entonces, se pregunta cada día más malhumorado, ¿a qué carajo vienen esas miradas serenas, esos rostros sonrientes, ese contento al llegar a sus chamizos llenos de niños harapientos, de esposas gordinflonas, de olor a castañas asadas en otoño y a mazapán casero en Navidad?

Mareo

 MAREO

Poco después del porrazo que se pegó contra el suelo, comenzó a recuperar los sentidos que le habían abandonado durante ese rato. Primero sintió frío, pues las baldosas estaban heladas y el litro de agua que le habían echado en la cabeza también. Después oyó a Laura que decía «¡despierta, Manolo, qué delicado eres, por Dios!». Luego fue el olfato. Olía a cloro, a desinfectante, o algo parecido. Y a continuación una luz intensa que atravesaba sus párpados apretados. «Venga, abre los ojos, a la una, a las dos, ¡a las tres!» se dijo. Y al hacerlo por poco se desmaya otra vez, al reconocer aquella figura maligna que unos minutos antes, cuando todo se tiñó de negro, hacía unas incisiones con un objeto punzante entre las piernas de Laura.

Mientras se incorporaba, la mujer de los guantes ensangrentados le puso en el regazo la criatura. Entonces volvió a notar las piernas como blandiblú, pero esta vez por los tres kilos de carne palpitante que berreaba como un chon en la matanza, por su cuerpecito tibio, lleno de pliegues, por su olor a vida, por esos dedos y esas uñas tan diminutos, tan perfectos.

Cuenta atrás

 CUENTA ATRÁS

Desde la puerta del piloto hasta el faro trasero, ¡raaackkk!, duele imaginarse el chirrido que haría el punzón al hundirse en la carrocería de su Jaguar XJ. Porque no era un simple rayón de esos que hace una llave, no. La profundidad del surco delataba mucha mala baba: bien hincada la punta hasta dentro de la chapa, arrastrando el instrumento en zigzag, seguro que con las dos manos para dañar más el metal. Por si esto no fuera suficiente, habían echado ácido corrosivo por todo el capó. Un trabajo tan vil como concienzudo.

Así encontró Bosco su bólido cuando salía recién duchado del club. Quieto como una estatua, casi ni pestañeaba; tenía los ojos enramados, las pupilas dilatadas, la vena de la frente cada vez más hinchada. Las gotas de sudor le iban formando cercos en su camisa de seda blanca, las uñas se le clavaban en los puños apretados y la cabeza parecía que le iba a estallar.

«Lo del coche tiene arreglo», bufó dándole a una rueda una patada, «pero el mechón de pelos en el peine, esta futura calva, Dios mío, ¡es el principio del final!».

El sonido del silencio

 EL SONIDO DEL SILENCIO

Se podía andar descalzo sin ensuciarse los pies. Por poder, se podría hasta comer sobre el pavimento. No se veía un escupitajo, ni cagadas de perro, ni chicles pegados al suelo. Como todo era peatonal, no se oían frenazos, pitidos, sirenas, ni gritos de conductores coléricos. Tampoco había policías ni señales prohibiendo esto o aquello. Se respiraba paz, sosiego, recogimiento.

Pero a muchos, tanto silencio les aturdía. Sentados bajo los cipreses, mareados por el olor de rosas y crisantemos, acortaban la visita y recobraban la serenidad cuando, de regreso a sus hogares, sus coches quedaban atrapados en algún embotellamiento.

Niebla

NIEBLA

A Felipa de vez en cuando le entra la pesadumbre de haber abandonado los estudios tan pronto y haberse puesto a trabajar en esta lavandería infernal, que parece un horno del calor que pasa. Y concretamente, en este preciso instante, se lamenta de no haber aprendido nada de latín. Solo se acuerda del «rosa rosae», el «veni, vidi, vici», el «citius, altius, fortius» y poco más; y con ese chapurreo no va a poder pedir socorro al gladiador romano a quien imagina cabalgando a lomos del corcel negro que se aproxima al galope, abriéndose camino a través de la niebla.

Así que, tendida sobre las baldosas como está, extiende los brazos y los agita, gesticula con la cara, ese hombre tiene que ver las señales de auxilio, actuar con rapidez y profesionalidad, rescatarla de este sótano insalubre y sin ventilar. Entonces, a través de los cristales empañados de la puerta de la lavandería, ve definirse la imagen del capataz. De pie frente a ella, con esa sonrisa equina que tanto odia, que por algo le llaman Caracaballo, acaba de tirarle encima un vaso de agua. Y la pobre Felipa, recuperándose de su indisposición, se levanta del suelo mareada, pide disculpas, se compromete a recuperar esos minutos perdidos al final de la jornada y continúa con el centrifugado de sábanas y toallas. De su salvador, del rescate y de cómo escapar, tan ocupada como anda, ya ni se acuerda.


En forma

 EN FORMA

Un gimnasio nuevo pegado al portal, por treinta euros al mes, con piscina abierta desde las siete de la mañana, con una hora de pilates todos los mediodías y por las tardes, a las ocho, otra de zumba, y con horario ilimitado en la sala de máquinas… ni se lo pensó; pulsó click en la pantalla y se dio de alta.

Pero tan temprano, nunca oía el despertador; después de la oficina lo que le apetecía era ir a comer a casa; tras la comida se quedaba grogui en el sofá; y por las tardes las cañitas con los amigotes no las perdonaba. Así que dos años después de estar pagando la cuota, y sin siquiera conocer el local, decidió darse de baja.

La condesa

 LA CONDESA

A Katia, la inquilina del entresuelo, todos la tenían por una vieja loca por las parrafadas que metía a los gatos callejeros y a las palomas. Aunque la mayoría de las veces hablaba sola, más que nada porque nadie la entendía.

―как я был счастлив, когда был молод, когда я жил во дворце, со своими платьями, моими украшениями, моими поездками и моими вечеринками, и как ужасна сейчас жизнь, черт возьми decía.

Solo salía de casa los viernes, para ir a la peluquería. Allí se sentaba, miraba las revistas de papel couché, señalaba con el dedo el peinado de alguna modelo y, por mucho que insistieran las empleadas con que eso no le iba, ella siempre se salía con la suya y cada semana volvía a su casa con una peluca nueva: un moño alto, una coleta muy tirante, una trenza alrededor de la cabeza o una melena lisa. Entonces ponía el tocadiscos, se sentaba en la butaca, se servía un chupito de licor y se fumaba un paquete de cigarrillos, hasta que le embargaban la nostalgia y el llanto y se quedaba dormida.

Aquel día mientras hojeaba el Cosmopolitan, Natasha, una aprendiza nueva, la oyó hablar, se le acercó y resultó que se entendían. ¡Qué alegría se llevó Katia, poder charlar después de tantísimo tiempo con una paisana!

Las dos horas que estuvo haciéndole la manicura y arreglándole una peluca pelirroja, de corte Bob, le contó su vida: que era una condesa muy rica, que tuvo que huir de su país, que estaba allí de incógnito y que nadie la encontraría nunca. Ante el interés que ponía la joven, y como no le dio tiempo a terminar, la invitó a su casa a tomar el té. Una vez allí, abrió una botella de vodka y, entre tragos y humo de cigarrillos, siguió contándole cosas. De sus amantes, de sus safaris. De sus joyas. Le mostró una llave de plata que llevaba en una cadenita al cuello y dónde estaba el joyero que abría. Poco después se terminó la botella de vodka y cayó rendida.

Al día siguiente se despertó algo mareada se recolocó la peluca y se puso a ordenar el salón. «Qué tretas tiene que inventarse una pobre anciana como yo —pensaba con una medio sonrisa mientras recogía la bisutería que Natasha había tirado de mala leche en la alfombra y comprobaba que el joyero de verdad seguía en la caja de costura— para tener un poco de conversación».

 

La vida no es bella

 LA VIDA NO ES BELLA

Una mañana al levantarme vi que una paloma se había metido dentro de la jaula vacía. Mientras mamá dormía, me puse a recoger las plumas que se le habían arrancado al atravesar la puerta diminuta del que fue el hogar de nuestro jilguero. Le acerqué una tacita con agua y unas migas duras de pan y al acariciarla sentí que su corazón latía frenéticamente. Al poco, cesaron los temblores y cayó tiesa sobre el comedero.

Hasta aquel momento, mis únicos recuerdos eran jugar con mamá a movernos sin que crujieran las tablas del suelo, leerme cuentos a la luz de una vela, el regusto de la sopa fría. No sé si era verano o invierno, ni si fueron meses, semanas o días el tiempo que estuvimos encerrados en aquel sótano. Pero mientras escondía el pájaro muerto en el fondo de un cajón, entendí por qué sollozaba mamá cuando me creía dormido y supe que papá no regresaría jamás, que los destellos en el cielo nocturno no eran fuegos artificiales y que lo que había allí fuera era el mismísimo infierno.

Tal vez mañana

TAL VEZ MAÑANA

Le habría encantado crear sus propias historias, ser escritor. Desde niño le gustaba mucho leer y tenía la cabeza llena de localizaciones, de tramas, de personajes, pero si no era por una cosa era por otra y al final lo de empezar su novela lo tuvo que ir dejando.

Porque antes había que vivir mil aventuras en el pueblo, divertirse en las verbenas, enamorarse de Clara, hacer la mili, sacarse año por año Derecho, hincar los codos para aprobar una oposición, casarse con Clara, buscarse un trabajillo extra por las tardes, comprarse un pisito y más adelante, con siete hijos, una casa más grande. Pagar dentistas, excursiones escolares, matrículas universitarias, y ya jubilado aprovechar para hacer viajes: a Fuengirola, a Benidorm, a Cádiz. Pero siempre en autocar, que a Clara los aviones le aterrorizaban.

Un día vino Clara del taller de manualidades con un portafolios de piel curtida, muy suave al tacto, todo cosido a mano, con unos detalles por aquí y por allá preciosos, una cosa que daba gusto verla, olerla, tocarla.

Mira, te he hecho en clase las tapas de tu libro, para encuadernarlo cuando esté listo.

Él tomó de sus manos el regalo, la abrazó y retuvo con fuerza las lágrimas. Tal vez mañana, hoy no, le contaría que sus personajes desde hacía días habían comenzado a abandonarlo. 


viernes, 28 de mayo de 2021

El vendedor

 

EL VENDEDOR 

No había domingo que no vendiese alguno de aquellos trastos que se amontonaban en su tenderete. Todo tipo de cachivaches exhibía, a cual más oxidado, deslucido, inservible o roto.

—Esta escoba sobrevivió a una quema de brujas —afirmaba el melenudo sin temblarle la voz—. Y esta alfombra voladora, recién llegada de Oriente, todavía podría recorrer distancias cortas, pongamos que de aquí allí —decía mirando el muro del cementerio. Y ya estaban dos viejecillas sacándose del bolso el monedero.

Luego mostraba una varita mágica y una lámpara maravillosa, ¡menuda imaginación! El tío todo el rato enseñando cacharros inútiles e improvisando. Yo hasta la hora de comer no tenía prisa, así que me quedaba por allí, disimulando una sonrisa cada vez que algún incauto compraba alguna cosa.

Aquella mañana se fijó en mí y, señalando con un dedo mi calva, cogió un tarro transparente con un potingue dentro y dijo que era un crecepelo muy bueno. Me quedé perplejo cuando me dijo el precio, pero me fui a casa superfeliz, deseando probarlo frente al espejo.

domingo, 16 de mayo de 2021

Alemania

ALEMANIA

Sacude alfombras, barre cuartos, friega las baldosas del baño. Y todo lo hace cantando, pero solo por mitigar el dolor que tiene en el pecho, por reprimir el llanto.

Son las mismas coplas con que su abuela, allá en su pueblo del mediterráneo, espantaba la soledad de sus últimos años. Pese al cielo plomizo y acerado que día tras día descarga su furia sobre esta ciudad gris, ella entona su canto. Los grajos que anidan en los tejados enmudecen, el canario que trajo consigo de España tuerce el cuello y la mira, callado.

Desde otro de los barracones surge, algunas mañanas, una voz masculina que junto a la suya se eleva bien alto e inician una danza, a lo agarrado. Suena el estribillo alegre, y ella siente como si bailara en el aire con aquel extraño. Son sus instantes de felicidad, hasta que regresa Paco de la fábrica agotado, amargado, tachando un día más del calendario. Un día menos, aunque aún falte tanto.

Los domingos, se juntan todos los obreros a comer paella y tortilla de patata y ella, notando el rubor de sus mejillas, le busca en los ojos de cada uno de sus paisanos.

Altamira

ALTAMIRA

Una cosa era dibujar un caballo o la cabeza de un ciervo, aprovechando el relieve de una roca, y otra muy distinta llenar de bisontes la bóveda de aquella cavidad. Deslomado estaba, y medio aturdido del pestazo a humedad y moho. Todos alababan lo bien que le había quedado y no paraban de llegarle pedidos.

—Mañana pásate por mi cueva y me haces presupuesto —le decían.

Aunque lo que realmente le habría gustado no era pintarlos, sino cocinarlos. Con el descubrimiento del fuego, pasó de comer carne y pescado crudos a embriagarse del aroma de un guiso bien especiado o unas chuletas a la brasa. Adivinaba por el olor, a muchos metros de distancia, todos los ingredientes de cualquier receta. 

Con el tiempo, pensó, desarrollaría técnicas propias, como deconstruir una tortilla de patata y servirla en copa de cristal o incluso, por qué no, utilizar nitrógeno líquido en sus platos. Mientras elaboraba mentalmente esta última ocurrencia, un grito le sacó de su ensimismamiento.

—¡Ven un día a mi gruta de la playa, verás qué paredes calizas tiene más majas!

 

Amor remoto

AMOR REMOTO

Lo que se dice mariposas en el estómago no las he sentido nunca, no sé lo que es eso. Sospecho que la gente repite frases hechas por quedar bien, pero yo no necesito de clichés y paripés para afirmar que a mi marido le quiero. Porque si no, ¿cómo íbamos a aguantar casi cincuenta años juntos? Aunque creo que justo ahí es donde radica nuestro secreto: que juntos, juntos, apenas hemos estado en todo este tiempo.

De Bermúdez, es como le llamo yo, me enamoré la víspera de irse a la mili. Estuvimos dos años carteándonos, pero como no venía nunca por los sucesivos arrestos, decidimos casarnos por poderes. Después, cuando se graduó, yo me quedé preñada del mayor. Entonces se enroló en un pesquero de los que iban a los mares del norte y volvían meses después con la bodega hasta arriba de merluza congelada. Así estuvo años, tantos que acabé cogiendo asco a los langostinos. Cuando la niña iba a hacer la Primera Comunión, decidió dejar el barco y buscó trabajo en la construcción. Cada día, yo le llevaba la fiambrera con el almuerzo y una naranja, y me quedaba en la obra un rato, mirándole poner ladrillos y trajinar con la hormigonera. Metía horas extras a tutiplén, pues ya habían nacido los gemelos, y cuando regresaba por las noches estaba tan agotado que, a veces, el pobre caía rendido en un rincón del portal, debajo de los buzones, y dormía toda la noche rodeado de papeles y folletos.

Ahora que se ha jubilado y para que no se aburra, le mando a hacer recados, a mirar obras, a sacar al perro. Le he apuntado a un grupo de petanca, un club de lectura y otro de excursiones por los pueblos. Acaba de volver de hacer una ruta a la cascada del Asón, se ha sentado junto a mí en el sofá y le he preguntado por Whatsapp que qué tal el día. Y él me ha contestado con un emoticono de sonrisas y otro bostezando mientras le daba un masaje en los pies.

Bosque de interior

BOSQUE DE INTERIOR

Al encender la luz de la mesilla, cientos de estrellas se ponían a girar proyectándose en el techo del cuarto de Nina, que se dormía mirándolas mientras su madre le leía un cuento. Solía improvisar, y cada noche inventaba un personaje para que su pequeña fuese un hada, una ninfa o una princesa de ensueño.

La habitación misma recreaba la casita de un duende. Pero un verano las florecillas de la moqueta empezaron a marchitarse y los peluches de la cama —osos, cervatillos, conejos— fueron confinados al fondo del ropero. De los árboles del papel de la pared quedaron solo ramas peladas, parecían esqueletos. La lamparilla dejó de funcionar y el cielo azul celeste se fue cubriendo de nubarrones negros. Hasta el nido de guata y algodón que habían hecho juntas cayó del alféizar de la ventana, desparramándose por el suelo.

La noche de finales de agosto en que Nina regresó a las tantas, descendió de una moto y permaneció largo rato colgada del cuello del conductor, comiéndoselo a besos, las últimas perdices que aún quedaban por allí emprendieron raudas el vuelo.

Cambio de rumbo

CAMBIO DE RUMBO

No quiso preocuparla con los síntomas primero, con sus temores después; tampoco le contó que le habían hecho una colonoscopia hacía dos semanas. Bastante lío tenía ella con sus viajes de trabajo, con las llamadas intempestivas de la oficina, con reuniones hasta las tantas.

Pero aquella tarde tenía hora para los resultados. Por desgracia, serían malas noticias. «Lo siento, Martín, es cuestión de meses», le diría muy serio el doctor. Entonces regresaría a su casa lloroso, hundido, y al llegar se encontraría a Vero en la entrada, a punto de salir con dos maletas, «me marcho, lo nuestro no funciona», le soltaría sin darle tiempo a abrir la boca, «ya hablaremos más adelante» se despediría desde el ascensor.

Porque el destino es así de puñetero: te encuentras de un día para otro al borde del abismo y completamente solo. Y a Martín, a diez kilómetros de terminar la ruta que hacía cada día como conductor de autobús escolar, y después de repartir a todos los niños, se le aparecería de la nada un perro que le obligaría a dar un volantazo y por no embestir a unos ciclistas que venían de frente caería por un barranco dando muchas vueltas de campana.

Afortunadamente para él, de allí no saldría vivo.

Capturado

CAPTURADO

Ahí venían, podía distinguir sus pasos. Esta vez eran dos, el asunto se complicaba, pero yo les plantaría cara hasta el final, les iba a costar atraparme.

Me atrincheré en mi habitación. Como no tenía pestillo apoyé contra la puerta todo lo que había por allí y me metí debajo de la cama. Pero no fue suficiente. De un empujón, abrieron la puerta y entraron. Uno de ellos subió la persiana, otro me sujetó por los tobillos y me arrastró por el suelo hasta dejarme tendido sobre la alfombra de Batman. Oí cómo se reían y susurraban cosas entre ellos. Abrí los ojos. Papá me estaba atando los cordones de unas zapatillas naranjas nuevas mientras mamá recogía peluches, cojines y ponía donde el pupitre la silla que había utilizado para trancar la puerta. Luego me cogieron entre los dos y me hicieron tantas cosquillas que casi no podía respirar de la risa. La mochila de Mickey Mouse también era chulísima, ¡verás qué cara pondría Izan cuando la viera!

Así comenzó mi segundo día de clase en primaria.

Carpe diem

CARPE DIEM

  
De toda la vida cuando alguien iba a morir vislumbraba esperanzado una luz al final del túnel o se relajaba viendo pasar su existencia en imágenes. A los elegidos, una estrella celestial los conducía hacia el sueño eterno. Pero cuando se ponían remolones iba la de la guadaña a por ellos.

Esto lo sabía bien Ernesto. Atesoraba un buen puñado de finales, unos más de andar por casa, otros más épicos. Fue siempre un gran apasionado del cine, del malo y del bueno; a él lo que le interesaba realmente era ver cómo los personajes afrontaban el postrero momento.

Pensaba por ello que, cuando le llegase su hora, estaría preparado para encarar lo que pudiera tocarle. Para el dolor o para una muerte reposada en el hospital, rodeado de sus familiares. Pero lo que nunca imaginó es que el día de su boda, por insistir en afeitarse en plan profesional, a navaja, se seccionaría la yugular. Y que mientras se desangraba en el suelo del baño, le daría la risa floja imaginando a sus amigotes aburridos fuera de la iglesia con un saco enorme de arroz y la cara que se les estaría poniendo.

Clemencia

CLEMENCIA

Me resultaba familiar el tipo que esperaba empapado en la cola donde estaba dedicando ejemplares de mi último libro. Cuando llegó su turno se me acercó sin nada para firmarle, se subió las mangas y me mostró unos cortes recientes en las muñecas.

—Dé-dé-déjeme vivir. Pi-pi-piense en mi ma-madre enferma, so-so-soy lo único que tiene —dijo implorante.

Mientras recogía en la librería caí en que era László, el amante tartaja del comisario de mis novelas. La verdad, me conmovió. En cuanto llegara a casa reescribiría el primer capítulo de la siguiente entrega, y le sacaría vivo de aquella bañera.

 

 

El amigo invisible

EL AMIGO INVISIBLE

«Solo los chalados hablan solos» se decían sus padres al verle parloteando todo el día. Al principio lo escuchaban con curiosidad y cariño, después se fueron inquietando, hasta terminar realmente angustiados los últimos días. Porque ver al hijo entretenido con sus juguetes y su cháchara solitaria, pues bueno, qué le vamos a hacer; pero esas discusiones acaloradas y cada vez más subidas de tono no les hacía ninguna gracia. Empezó a agotárseles la paciencia cuando rajó los peluches y se llenó toda la moqueta de guata y plumas, pero el día que volaron cochecitos, puzles y hasta una silla por la ventana de su habitación dijeron muy serios que hasta aquí.

Lo cierto es que sus padres tenían razón: cada vez se llevaban peor, eran ambos muy testarudos y no había manera de llegar a ningún punto en común. Así que aquella tarde salieron juntos a jugar al jardín, a indios y vaqueros, y en una de esas ¡zas!, le cortó de un tajo la cabellera, lo descuartizó y tiró sus restos al contenedor de basura.

Los padres pudieron por fin respirar tranquilos, al ver que volvía el hogar a la calma. Demasiada calma tal vez, acostumbrados a tanto barullo. Por eso, en cuanto el niño sintió aquel ansia de sangre que le subía por la garganta hasta oprimirle el paladar, como un adicto, y les suplicó comprar un cachorrito, no tardaron ni un segundo en decirle que sí.

El buitre

EL BUITRE

Aunque los rayos de sol le cegaban vio a través de los cristales sucios del coche a Julián, el capataz, doblado por la cintura, recogiendo caricos. La cosecha del siglo, recordarían durante años en la comarca.

Cómo odio este sitio masculló el sobrino del dueño de la finca, mientras arrancaba el motor.

No había dejado ni un tablón del suelo sin levantar. Cajones vacíos, ropa tirada por las habitaciones, tarros de conservas volcados, todos los cuadros separados de sus marcos… Hasta el pajar donde dormía Julián quedó hecho una leonera. Había puesto patas arriba el caserón de su tío fallecido sin encontrar lo que buscaba.

Mientras se alejaba de allí, se enjugó con un pañuelo la frente y no le sorprendió ver que el espantapájaros también sudaba. ¡Como para no, con lo abrigado que estaba! Chaleco, camisa, jersey, americana, gabán.

Cuando pusieron en venta el caserón, Julián desvistió al espantapájaros, se puso su ropa y antes de partir comprobó que el billete de lotería, tal como le había prometido el viejo, seguía en el bolsillo de la chaqueta de pana.

 

 

 

 

El hombrecillo

EL HOMBRECILLO 

Con el confinamiento, lo de llevar pan a los patos del estanque y deshojar margaritas, «sí, no, sí, no…» se le fastidió, pero se sintió aliviado pues siempre salía que no y se quedaba muy tristón.

Una mañana vinieron unas palomas a posarse en la ventana de la mansarda donde vivía. Al principio les daba miguitas, después las sobras de la comida, hasta que la relación se fue estrechando y ya les cocinaba recetas que veía en la tele: ensaladilla rusa, lentejas estofadas… Los domingos, lechazo o merluza rellena y de postre, flan. Confiadas, comían de su mano, por eso se animó a usarlas como mensajeras para enviar sus poemas de amor a Dorita, la portera. Pero se habían puesto tan gordas que ni una pudo desplegar las alas y volar hasta la portería.

Ahora anda tan liado haciendo canelones, purés y empanadillas que casi, casi, casi, ni piensa en ella.

 

El cuento del lechero

EL CUENTO DEL LECHERO

Venancio miraba a su vaca pastar y hacía cuentas. Con la leche recién ordeñada elaboraría un queso de nata que sería premiado en ferias locales y nacionales. Aumentaría la cabaña y su fama atravesaría fronteras. Para no alargarnos: haría un dineral comercializando la marca y compraría medio monte. Cansado de no tener un día libre, lo vendería muy caro a una multinacional, que perforaría la tierra en busca de gas y envenenaría los acuíferos.

Un día la Tierra se vengará; mejor dejarlo estar decidió mientras miraba a su vaca pastar.

 

El principito

EL PRINCIPITO

Desde donde usted se encuentra le ha parecido que al niño le han regalado un diario y claro, le resulta una exageración que por un simple cuaderno en blanco pegue esos saltos de alegría y llene de besos y abrazos a su mamá. Le invito, pues, a acercarse a él; sitúese a un lado del sofá donde acaba de desenvolver el libro y observe atentamente. Cuando lo abra por la primera página, fíjese bien en esos puntitos rugosos que destacan sobre la superficie y que, como un reguero de hormigas, se esparcen sobre la hoja. Y ahora, contemple con qué delicadeza y habilidad se deslizan sus dedos por encima de ellos y cómo brilla el iris blanco de sus ojos de felicidad.

El regreso

EL REGRESO 

El primer día tras el confinamiento fui al pueblo de mi padre, entré a la cochera y subí a su viejo Panda. Al abrir la guantera encontré aquel mapa de cuando todavía no existían las autopistas. Estaba tan arrugado de desplegarlo y volverlo a doblar que se desmenuzaba entre los dedos, y muchos nombres que coincidían en los pliegues no se veían. Rememoré nuestros viajes en aquel trasto: atrás apiñados la abuela, las mellizas, Golfo y yo, y el maletero hasta arriba. Solíamos parar en una chopera a comer los filetes empanados y la tortilla y a la vuelta siempre había que esperar a que alguna vaca atravesara la calzada, llenándola toda de boñiga.

Estos recuerdos me empañaban la vista mientras conducía al camposanto con sus cenizas. Pero sonreí confortado, pues tras el dolor de su muerte solitaria en el hospital descansaría en paz, por fin, en su tierra querida.

 

El retrato

EL RETRATO

Empezó muy despacito trazando un círculo, después añadió una oreja a cada lado y dentro dibujó unas gafas sobre la nariz y una barba. Le vistió con la camiseta verde del equipo de fútbol local, que sabía que era lo que más le gustaba. Con una de sus piernas chutaba un balón. Pintó unos cuantos pelos que le cubrían la calva, tal como solía hacer él cuando se peinaba, incluso añadió alguno de más. Contempló el resultado y sonrió: ya tenía listo el regalo para el Día del Padre que les habían mandado hacer por la mañana en clase. Escribió un «Te quiero, papá», y algo vacilante puso en una esquina, en letra diminuta, «Carla».

Por la tarde se le pasaron lentísimos los minutos, esperando a que regresara a casa. Nada más entrar por la puerta se le acercó y le tendió tímidamente la cartulina, pero tal como había temido, comenzó a vociferar, sin siquiera mirarle a la cara, «¡tú eres sordo o qué, no te lo repito más veces, quítate ahora mismo ese tutú, jamás irás a clase de danza!», mientras hacía una bola con el papel y la arrojaba por la ventana.

El taparrabos

EL TAPARRABOS 

Fueron siete las expediciones que hizo Juan de la Cosa al Nuevo Mundo, pero como si hubieran sido cincuenta: el equipaje lo hacía siempre su mujer.

—Recuerda cambiarte el calzoncillo cada día. Los sucios los vas tirando —repetía, mientras doblaba docenas de ellos en el fondo del arcón—. Si tienes un accidente o algo, que te vean con la muda limpia.

Al cartógrafo no le quedaba otra que asentir mientras hacía sitio a los lápices de colores y los rollos de pergamino en blanco, que luego enviaría a los reyes Isabel y Fernando con el mapamundi del Nuevo Continente.

En él iba dibujando las Antillas, las costas de Haití, el río Orinoco, el norte de Brasil. Lo decoraba con rosas de los vientos, banderas, barcos, reyes y personajes bíblicos. De lo precioso que le estaba quedando, le premiaron los Reyes con el título de Gobernador de Nueva Andalucía, pero cuando iba a tomar posesión del cargo, murió atravesado por unos dardos envenenados.

Al despojarle de los ropajes, los nativos se probaron divertidos las mudas que llevaba de repuesto, y les pareció muy práctico para no llevarlo todo colgando.

 

Esposa

ESPOSA

Me pidió la mano deslizando en mi dedo anular un anillo de oro con una piedra pequeñita, ¡pero cómo brillaba! No podía dejar de mirarla, me tenía deslumbrada, no me cabía en el pecho mayor felicidad.

Al engordar tras el parto de Bea, la alianza me apretaba y tuve que guardarla en un joyero, que fue llenándose con nuevas alhajas que me regalaba, arrepentido, después de cada desprecio, cada insulto, cada amenaza. Con la primera patada que me dio, cuando nuestra hija ya vivía fuera de casa, le dije que me marcharía, que no quería de él nada, pero ¿a dónde iba a ir yo, pobre estúpida desgraciada?, pensé mientras, lloroso y pidiendo como siempre perdón, me ponía en la muñeca un grillete de diamantes del que nunca podría escapar.

Flores tardías

FLORES TARDÍAS

Mariví, la dependienta de la corsetería, soñó anoche que una limusina aparcaba frente a su tienda, un chófer uniformado abría la puerta de atrás y se apeaba Julián, el barbero, que acababa de ganar un millón en el casino. Vestía de frac y olía a perfume caro. Con aires de galán se le acercaba, caía de rodillas a sus pies y deslizaba en su dedo anular un anillo de rubíes. Entonces ella, por hacerse la interesante, le rechazaba un poquitín. ¡Qué delicado, vaya tragedia! ¿Cómo iba a imaginar que aquella misma tarde, en una butaca de su salón, se cortaría las venas?

«Hasta en los sueños me quedo sin pretendientes», se lamenta. Mientras repasa unos albaranes ve entrar a un tipo regordete, patizambo, con tirantes y bombín. Es Simón, el hijo de la estanquera. «Ho-hola», saluda. «Creía que era mudo», piensa ella. Entonces él, temblando como un flan, le ofrece un ramo de margaritas y Mariví, que hace ya tiempo que se tiñe las canas y no soporta cenar sola, le dice que sí.

Fotos

FOTOS

En la bolsa de rafia, de cuadros blancos y rojos, metió todas sus cosas y todavía le sobró sitio. Se habría llevado también el brasero, pues empezaba a sentir humedades en los huesos. Y el butacón, que aunque con algún muelle roto y lleno de quemaduras de cigarrillo, ya había cogido la forma de su cuerpo y dormía ahí muy a gusto.

Pero al asilo solo podía ir con lo imprescindible: el transistor del que no se despegaba nunca, el gabán descolorido, las mudas más nuevas y el jersey de rombos. Con la ropa que llevaba encima tendría para quita y pon. El tabaco de liar lo había escondido abajo de todo. Y, por supuesto, las fotos de la estantería de la mansarda sin baño ni cocina, donde se había refugiado hacía un tiempo, y sobre la que iba a ejecutarse una orden municipal de derribo.

La de la boda era su favorita. Y la del bautizo del primer hijo, la del verano en Benidorm, la de todos posando felices junto a un Ford Fiesta azul. ¡Cuánta compañía le habían hecho estos últimos años! Ojalá, pensaba mirándolas con cariño, hubiese tenido él una familia así.

Genocidio

GENOCIDIO

De la escuela de su aldea quedaba en pie una pared y una pizarra. De camino a ella, iba atravesando edificios en ruinas, humeantes aún los rescoldos, y socavones donde antes hubo coches aparcados o tenderetes del mercado.  Gente que deambulaba gimiendo, de uno a otro lado, y pequeños incendios que los hombres, con cubos de agua, iban sofocando. De vez en cuando, veía bajo los cascotes un brazo o pierna desmembrado. 

Solamente el baobab centenario que presidía la plaza asistía lleno de vida al derramamiento de sangre entre hermanos.

Happy Birthday

HAPPY BIRTHDAY

La señora Sullivan sigue hablando de su pequeño Tommy en presente, como si aquella mañana al cruzar la calle corriendo no hubiera resbalado y caído debajo de un tractor, justo delante de ella. Vinieron los bomberos y tuvieron que tirar de los pelos para despegarlo del asfalto. Desquiciada por la muerte de su único hijo, habría querido morirse allí mismo y pasar a un plano espiritual, para reunirse con el niño, pero su corazón se empecina en latir, sus células en seguir siendo y, pese a su desesperación, hoy ha soplado 105 velas en el sanatorio donde está internada.

La chacha

LA CHACHA

Los lunes Chari cocina y congela en fiambreras para toda la semana; los martes toca colada y plancha; los miércoles encera el parqué; los jueves friega bien fregados los baños; y los viernes a limpiar el despacho del señor.

Siempre está ahí metido, tiene hasta un orinal para no tener que levantarse por si las musas le visitan en mitad del pasillo y ¡zas! se le escapa la inspiración antes de llegar al ordenador. Le dan siempre las tantas aporreando el teclado y luego se queda dormido encima del escritorio, extenuado.

A Chari al principio le daba no sé qué, limpiar con el señor roncando, pero ya se ha acostumbrado. Así que empieza recogiendo los folios arrugados que se amontonan dentro y fuera de la papelera. Hay docenas y esto le lleva un buen rato. Después vacía ceniceros, recoge las tazas de café, ventila el cuarto. Como el señor hace vida ahí, el teclado se va llenando de mierda, por lo que lo vuelca y con un bastoncillo humedecido en alcohol, retira migas de galletas y hebras de tabaco. Alguna uña se encuentra también, y algún moco resecado.

A veces se desprende una tecla y, antes de encajarla en su sitio, Chari saca del hueco montones de párrafos, frases en verso y hermosas palabras cuajar, madreselva, pestañeo que a puntito estuvieron de llegar a la pantalla en un momento de éxtasis creativo. Pero a Chari qué le cuentas, esas cosas ni le vienen ni le van, ella está ahí para sacar brillo y punto. Y al final mete los poemas nonatos junto a las colillas y las bolas de papel, arropa al señor con la bata de cuadros y sale del estudio con la bolsa llena para seguir con el zafarrancho.

La entrevista

LA ENTREVISTA

Ayer cayó el «Gordo» en el asilo, un décimo por cabeza, y dos reporteros del diario local acuden para hacer una entrevista. La directora les advierte que Ofelia es muy parlanchina, pero ellos insisten en hablar con la más anciana.

«Para ser nonagenaria parece muy lúcida», se inquieta el entrevistador, «la imaginaba más cascada».

—A Carmina la he echado —les informa ajustándose la dentadura— que es muy cotorra. Y como ven, también muy desordenada —prosigue señalando la mesilla llena de cajas de medicamentos, blísteres y papeles.

Ofelia, muy animada, les promete que será breve y comienza su cháchara por el año que nació. Les muestra un surco y otro de su cara, «el mapa de mi vida», lo llama. Cada arruga tiene un porqué, cada cicatriz un cuándo, cada mancha un aquél. Uno de los periodistas se revuelve en su asiento; el otro husmea en la mesilla y revisa baldas y cajones, fingiendo hacer fotos, mientras ella soba distraídamente el billete en su bolsillo.

Una hora más tarde Ofelia aún va por el día en que comulgó por primera vez.

 

 

La guerrera

LA GUERRERA

No puede estar más rica el agua. Ha sido alcanzar la meta, meter un pie, después el otro, caminar por el fondo de arenas blancas, avanzar lentamente hasta cubrirte por la cintura, sumergirte entera y después dejarte flotar en el lago, ingrávida. Una gozada sentir la tibia humedad acariciando tu piel. La pena es lo poco que dura el deleite, esa sensación tan placentera que quisieras alargar, de lo a gusto que te hallas. Pero te has dormido. Ha sido cerrar los ojos, notar la ligereza de tu cuerpo y ponerte a roncar. Porque siempre llegas agotada.

Saliste al alba a por el sustento para tus crías y te adentraste en la jungla abriéndote camino a machetazos entre la maraña, pinchándote con las espinas de los arbustos, esquivando víboras, carroñeros y trampas, defendiéndote de sus ataques con colmillos y garras… para, al final de la jornada, regresar con el alma magullada a casa.

Y justo ahora, cuando más profundamente dormida estabas, va y suena un pitido, un ruido estridente, horroroso, que te hace dar un respingo, asustada. Como cada día, a las cinco de la mañana, apagas de un manotazo el despertador, te levantes legañosa de la cama y te metes a la ducha, pensando que mejor no recordar que todavía es martes, que te queda por delante toda la semana.

 

La hipoteca

LA HIPOTECA

¿Qué padres no se sacrifican por un hijo para que tenga todo lo que ellos no tuvieron, para que estudie y llegue hasta donde ellos no pudieron llegar, en definitiva, para que se haga un hombre de pro? Cuando Arturito nació, sus padres en eso estaban, en que nada le habría de faltar.

Trabajarían de sol a sol en un bar que habían visto en venta. Él poniendo cafés, pinchos y raciones, atendiendo las mesas, aguantando a los borrachuzos que no le dejaban echar la persiana hasta bien entrada la madrugada. Ella en la cocina, entre cazuelas, humareda y olor a fritanga, y barriendo y limpiando las meadas del baño. Sin día de descanso, ni vacaciones, ni nada. Todo para ahorrar. Para que su niño estudiase la carrera que quisiera.

¿Te imaginas que, pese a meterse en la tuna y juntarse con lo más bandarra de la facultad, termina, aunque tarde doce años, una ingeniería, pongamos que aeroespacial, y que le contraten los de la NASA, y que a los dos días se enteren de que tiene vértigo y nos lo manden de vuelta para casa? decía el padre a la mientras miraban al recién nacido berreando en la cuna justo antes de firmar lo del bar.

La limpiadora

LA LIMPIADORA 

La librería estaba a oscuras cuando entró Gladys empujando su carrito, pensando qué se encontraría hoy tirado por ahí.

Comenzó por la primera planta, la de juegos y libros infantiles. Con la escoba barrió unas migas de pan y un espejito mágico. Después recogió un zapato de cristal y varias perdices que metió entre las páginas de un libro que había sobre la mesa. «Cenicienta», ponía en la tapa. Vio entonces una manzana roja que había llegado rodando hasta debajo de un radiador.

Mejor esto que la cucaracha que salía ayer de «La metamorfosis» pensó, mientras le daba un mordisco.