MAREO
Poco después del porrazo que
se pegó contra el suelo, comenzó a recuperar los sentidos que le habían
abandonado durante ese rato. Primero sintió frío, pues las baldosas estaban
heladas y el litro de agua que le habían echado en la cabeza también. Después
oyó a Laura que decía «¡despierta, Manolo, qué delicado eres, por Dios!».
Luego fue el olfato. Olía a cloro, a desinfectante, o algo parecido. Y a continuación
una luz intensa que atravesaba sus párpados apretados. «Venga,
abre los ojos, a la una, a las dos, ¡a las tres!» se dijo. Y al hacerlo por poco se desmaya
otra vez, al reconocer aquella figura maligna que unos minutos antes, cuando
todo se tiñó de negro, hacía unas incisiones con un objeto punzante entre las
piernas de Laura.
Mientras se incorporaba, la mujer de los
guantes ensangrentados le puso en el regazo la criatura. Entonces volvió a
notar las piernas como blandiblú,
pero esta vez por los tres kilos de carne palpitante que berreaba como un chon
en la matanza, por su cuerpecito tibio, lleno de pliegues, por su olor a vida,
por esos dedos y esas uñas tan diminutos, tan perfectos.