PARADISE
Si puede una muerte ser
placentera y hasta apetecible la de Dorothy lo fue. Tras un derrame cerebral, el
último aliento lo exhaló postrada en su lecho de moribunda con una sonrisa de
delectación.
Porque el destino en ocasiones
es burlón, otras caprichoso, otras un traidor. Pero en el caso de Dorothy,
quizá para compensar la vida de mierda que había llevado —abandonada al nacer
en la puerta de un hospicio, siempre con las rodillas peladas de fregar suelos
de casas ajenas, los ojos secos de llorar la muerte de sus cuatro hijos, la
piel amoratada de los golpes que le daba el marido, y demás calamidades y
privaciones por las que había tenido que pasar—, fue generoso y le ofreció
antes de morir las imágenes de una vida que no había sido la suya. Una vida de espumillón,
galletas de canela y muñecas por Navidad, patinaje en lagos helados, chapuzones
en la piscina de la casa de verano y clases de equitación. Y después, en plena
juventud, aquel festival de Woodstock que había visto alguna vez en el televisor
y al que no la dejaron asistir, pese a vivir en el pueblo de al lado, porque tenía
que ir a recolectar mazorcas de maíz.
Con esas imágenes de
conciertos, cerveza, melenas al viento y desmadre total dio sus últimos
estertores Dorothy, a los setenta años de edad, en un camastro de un centro de
beneficencia, disfrutando por primera vez de lo a gusto que se estaba fumada, dando
brincos y sin bragas.