domingo, 16 de julio de 2023

Vacaciones en París

VACACIONES EN PARÍS

¿De qué te quejas, Domitila?, se repite Domitila asomada a la terraza de la suite del Hotel Ritz. El matrimonio para el que sirve se ha llevado a los niños a Disneyland y le han dado la tarde libre, pero sin consultarle si era lo que ella quería. De hecho, no se le ocurre qué va a hacer con tantas horas por delante, porque las maletas las deshizo nada más llegar y toda la ropa se halla bien ordenadita en armarios, cajones y perchas. Así que a ver con qué se puede distraer.

Pasa el dedo por encima de los aparadores, pero ni una mota de polvo; la tarima de parqué reluce de una manera insultante, las cortinas están planchadas y almidonadas. Se arrodilla para comprobar lo que ya se imaginaba: ni una pelusa, ni una triste pelusilla, se ha quedado sin quitar de debajo de las camas.

Entra en los dos aseos y, cómo no, todo está a estrenar: el jabón líquido, la pasta de dientes, el gorro de ducha, el peine, el champú… todo, todo en botes de plástico nuevos. Los inodoros no le hace falta examinarlos, ya se fijó nada más entrar que estaban con unos precintos. En fin, que hasta las flores de los jarrones que hay por las mesillas son frescas y huele todo superbién.

Total, que Domitila se siente como pez en el agua pero al revés: incómoda, disgustada, aburrida. Desde su posición privilegiada, con la ciudad a sus pies, observa el tumulto de ahí abajo, pero ni se le ha pasado por la cabeza salir a la calle a dar una vuelta por Montmartre, tomar un café au lait, mirar escaparates en los Campos Elíseos, hacer fotos a la Torre Eiffel  o entrar a un museo. «A ver si te vas a perder, que tú eres de pueblo», se dice un poco más animada, pues se ha quitado la ropa de calle y se ha puesto la bata de lunares flamencos y unas pantuflas a juego que compró antes del viaje en un mercadillo. Y es verse en el espejo y sentir que todo está en orden. «Como en casa, en ningún lado», piensa, tras luchar con el mando a distancia y encontrar una telenovela venezolana en el canal internacional. Va de malentendidos, de desamores, las cosas que a Domitila le entretienen bien.


Uña y carne

UÑA Y CARNE

Lo raro habría sido ver a las dos hermanas Miller bebiendo apaciblemente una limonada fría en el zaguán del rancho o saliendo a pasear junto a los maizales mientras charlaban de sus cosas. Desde bien pequeñas, lo habitual era encontrárselas empujándose en los columpios del parque, engarradas sobre el césped tirándose de los pelos o llamándose mema o mamarracha. Peleaban a todas horas, siempre pretendiendo ser mejor que la otra. En lo que fuese. Creen sus padres que esta rivalidad les viene desde el útero materno, cuando crecían los dos fetos de una manera tan desigual que Mary, la primera en venir al mundo, pesó casi cuatro kilos al nacer mientras que Alice se quedó en uno ochocientos y tuvo que permanecer unas semanas en la incubadora. Ahora bien, que nadie piense que pese a sacarle Mary una cabeza a la hermana ganara siempre todas las trifulcas. Lo cierto es que en general van a moretones y arañazos bastante igualadas. Menuda es Alice y cómo se las gasta.

Pero a pesar de tanta hostilidad, ambas son inseparables. Han dormido siempre en la misma habitación, han compartido pupitre en todos los cursos del High School y actualmente se encargan de atender a los animales del rancho. Diez vacas, una yegüa a la que se pelean para cepillar o montar, dos gorrinos y un corral lleno de gallinas y patos. La última enganchada la han tenido hace nada, a cuenta de una apuesta que echaron. Que si esos huevos son de gallina, decía Mary, que si son de pato, aseguraba Alice, y como no podía ser de otra manera, en cuanto han eclosionado, han comenzado a liarse a bofetadas.

 

Tráfico

TRÁFICO

El automóvil avanza por una carretera llena de baches, curvas, subidas y bajadas, al borde de unos acantilados. Es de noche cerrada, hay niebla y además vienen coches de frente a excesiva velocidad. A Jean-Pierre le sudan las manos, la camisa la tiene empapada y los pantalones de lino se le han pegado, y eso que lleva escasos diez minutos agarrado con fuerza al volante, girando a la izquierda, a la derecha, cediendo el paso o parando en un stop, según las señales que le salen al paso en mitad de la oscuridad.

En un tramo de raya continua, un camión cisterna que viene detrás se pone a adelantarle. Cuando está a su altura, Jean Pierre ve delante una luz posiblemente de una moto y para evitar el choque frontal, reduce velocidad, se echa a un lado casi rozando el quitamiedos, frena, se quita el cinturón y sale del simulador, dando un traspiés, mareado, unos segundos antes de que la prueba haya acabado. Se encuentra fatal y está con ganas de vomitar, pero se aguanta hasta que viene el examinador, le da una palmada en la espalda y le comunica que ha superado la prueba y su carné está renovado.

 

Top model

TOP MODEL

A su madre le cuenta que ha quedado con las amigas, que van a dar una vuelta al centro. Desde detrás de las cortinas de la ventana, cada tarde, la mujer observa con tristeza a Sandra meterse sola en la boca del metro.

Más tarde, elige alguna de las estaciones más abarrotadas de la capital y se apea. Durante la tarde, se dedica a mirar boutiques de lujo parándose en los escaparates. No se fija en lo de dentro sino que aprovecha para ver su reflejo y recomponer su aspecto. Entra en un McDonald´s y se acoda junto a la ventana, donde mordisquea lánguidamente una hamburguesa. Después, en otro establecimiento de moda, se pide un helado y lo va dando breves lametazos, haciendo que dure, mientras completa varias vueltas a la plaza. Sube y baja la avenida peatonal, atestada de gente que sale cargada de bolsas de los comercios.

En fin, dejarse ver, ese es el plan. Que un ojeador avispado, un cazatalentos, se fije en ella, como a esas modelos a quienes descubrieron en la calle haciendo cosas tontas, como cruzar un semáforo o abrir un paraguas o dejar que el viento les robe el sombrero, y ahora viven en New York, y viajan por el mundo entero. Y poder así dejar atrás esta vida deprimente y vulgar, de la que lleva intentando escapar tanto tiempo.

Cuando concluye la ronda son casi las doce. Cabizbaja, y cada día más cansada, se sienta en un banco solitario del andén a esperar el tren que la llevará de vuelta a la periferia. Es el peor momento, el del regreso. Lleva con esta historia desde los dieciséis, calcula mientras estira con los dedos un mechón de pelo y, pese a la luz pobretona del techo, constata deprimida que cada vez hay más canas y menos de su pelo negro.

 

Tierra adentro

TIERRA ADENTRO

Cuando muera quiero que lancéis mis cenizas al mar repetía últimamente la tía Águeda.

Nos había extrañado que nos hiciera prometer eso, y más teniendo en cuenta que nunca había demostrado el menor interés por la costa o la playa. De hecho, siempre ponía excusas para no moverse del pueblo.

Como en casa en ningún sitio. Y ya podías insistir que ella erre que erre.

Pero en las últimas semanas, la demencia senil que padecía nos estaba dando algunas sorpresas. Se ponía vestidos que llevaban una eternidad en el desván y apestaban a alcanfor y escuchaba música de tiempos remotos en el tocadiscos. Iba en una especie de danza con el tacatá por la casa, por el jardín. Una vez tuvimos que sacarla de la piscina donde había caído al resbalar.

Quiero ver el mar, que nunca lo he visto nos espetó un buen día.

El doctor autorizó su salida, añadiendo que siempre es saludable respirar la brisa marina y que total, para lo que le quedaba, que no le quitásemos el capricho.

El viaje de doscientos quilómetros duró siete horas pues cada dos por tres teníamos que parar para que hiciera pis. No había querido llevar pañal porque se había puesto unos pantalones vaqueros, que a saber de dónde los había sacado, y decía que se le marcaba mucho. Después de la última gasolinera, cuando empezaba el aire a oler a mar, la tía Águeda se quedó dormida y ya no volvió a despertar.

Sus cenizas las enterramos debajo de las azaleas que con tanto mimo cuidaba.

Selección natural

SELECCIÓN NATURAL

No bastó con que las diarreas se cebasen con los más pequeños, segando la vida de más de la mitad de ellos. Las nieves duraban demasiado, se les acababan las provisiones, no podían salir a cazar ni a recolectar y el número de habitantes de la caverna no paraba de crecer. Normal, ¿qué otra cosa podían hacer durante aquellas noches de intenso frío más que arrimarse bien para que no se les escapase el calor?

Llegó un momento en que la situación se tornó dramática. Fue cuando una mamá descubrió horrorizada a un niño de cinco años mordisqueando la pantorrilla de su bebé.

Canibalismo no, esto no puede ser murmuró el chamán de la tribu, retirándose al fondo de la cueva a consultar con los dioses.

Cuando regresó, ya tenía tomada una decisión: había que hacer recortes en la población más numerosa e inútil: los niños. Los sacrificios humanos eran cosa de un pasado cruel, entonces, ¿cómo hacerlo? ¿Dejar a este, condenar al otro, en base a qué? ¿Es mejor que muera fulanito, salvar a menganito? Los moradores de la gruta, casi todos con una extensa prole, se rascaban la cabeza sin saber qué hacer.

Pero el chamán sí lo sabía. Llevarían a los niños a jugar cerca de la orilla del río, y cuando anocheciera y las bestias bajaran a beber, se iniciaría la carnicería y la desbandada, logrando ponerse a salvo tanto los más fuertes y veloces, futura mano de obra de la tribu, como los más inteligentes, futuros estrategas, aquellos que mantuviesen la cabeza fría y supiesen esconderse bien.

Romance de un día

ROMANCE DE UN DÍA

Coincidieron en la caseta de tiro. Él, en racha, acumulaba tantos puntos que le regaló el peluche gigante y mirándose embobados se fueron a comer choricillos fritos y calamares. Sin soltarse las manos, compartieron de postre churros con chocolate y un algodón de azúcar donde lametazo va, lametazo viene, se dieron su primer beso.

Abrazada a su cuello, fantaseaba con la boda, el adosado, el perro, y suspiraba por lo rápido que se va luego la vida, viendo crecer a hijos, a nietos… Pero cuando en lo alto de la noria él le vomitó toda la cena encima, se le hizo eterno el llegar abajo, apearse y salir de allí corriendo.

Ring Ring

RING RING

Unas pisadas en la arena mojada serán lo último que quede del señor Romero antes de que una ola pase por encima y en su retroceso las borre, dejando en la orilla el caparazón vacío de un cangrejo y unas algas. Ni rastro del hombre hallarán, al día siguiente, salvo un reguero, desde el agua hasta donde se bajó del taxi, de un pantalón de tergal marrón con cinturón, un jersey de cuello en pico granate, unos zapatos de rejilla con unos calcetines de canalé negros dentro y una chaqueta de lana gris. Los calzoncillos, por pudor, no llegará a quitárselos; solo de pensar que la marea arrastre su cuerpo a algún arenal y lo encuentre una mujer le hace sentir muy turbado. Se imagina a la descubridora del cadáver con un palito en la mano, mirándole a cierta distancia con asco y aprensión, y él ahí, panza arriba y despatarrado, sobre un muslo su pene lacio del que solo queda un glande pálido y arrugado, o lo que es peor, mordisqueado por los peces. Y el vientre hinchado, los dedos de las manos comidos por los depredadores, el rostro desdibujado, quizá sin nariz, dependiendo del tiempo que tardase el mar en regurgitarlo.

No había considerado el señor Romero el asunto del hallazgo de su cadáver y ahora, dándole otra vuelta, se le ocurre que también podría ser que cayese en las redes de un barco pesquero y arruinar así su faena, o quedar flotando indefinidamente en el gélido mar, o dando vueltas como un pelele a merced de las corrientes marinas. O incluso olvidado, para siempre, en el fondo del océano rodeado de esas criaturas luminiscentes llenas de dientes afilados.

Además de todos esos inconvenientes están también el frío, la humedad que se te mete en los huesos y el rato horroroso entre que te ahogas y no mientras las estrellas brillan indiferentes al drama en el cielo negro. Tanta agonía no se ve él capaz de encarar, por muy solo y deprimido que se encuentre, por eso se retracta y cuelga antes de que al otro lado del hilo telefónico una voz metálica conteste: «Radio Taxi, dígame».

Réquiem

RÉQUIEM

Se le ocurrió un día a Leandro, propietario de una funeraria, ofrecer un extra al contratar el servicio de pompas fúnebres. Por supuesto a sus expensas, como detalle para los familiares. Pero sin avisar; le satisfacía enormemente poder mitigar un poco su dolor con esta iniciativa.

Una vez acomodado el cadáver dentro del féretro lo llevaba al velatorio. Allí ya estaba preparado el atrezo y emprendía la puesta en escena, que mantenía durante unos diez minutos, exclusivamente para los familiares que primero llegaban. Oscurecía la sala, dejando apenas unos hilillos de luz naranja o morada o azul; escogía una música u otra, pero siempre algo animado; y calentaba en los quemadores unas esencias de vainilla, de yerbabuena o la infantil, nunca incienso, según quién fuese el muerto y, sobre todo, según su intuición.

La mayoría de la gente estaba más a su duelo y ni se enteraba de si olía a jazmín o si sonaba Beethoven. Alguno sí se lo agradeció, como un señor que iba un poco piripi y que no solo se equivocó de sala y por tanto de muerto, sino también de olor, confundiendo el que había puesto de fresas silvestres con la terraza llena de geranios de su madre fallecida.

También en una ocasión, pecando de un exceso de optimismo, se generó un momento muy tenso al sonar la canción del grupo Parchís, «Cumpleaños Feliz», en el velorio de Josín, un niño que se había aplastado el cráneo al caer desde un castillo hinchable en la fiesta de su sexto y último aniversario. «Cómo iba a saber esto yo», se disculpó tremendamente compungido Leandro. Tras aprender mucho de este error, intentó ser más cuidadoso en lo sucesivo con la selección musical.

Hoy se le ve muy complacido, está segurísimo de haber acertado al poner encima del ataúd la foto de la difunta a la edad de veinticinco, disfrazada por Carnaval con un vestido rococó en un salón de baile. No hay más que fijarse en el viudo, don Romualdo Martínez, noventa y dos años, todo pensativo mirándola. Leandro imagina los recuerdos que se le pasan al abuelo por la cabeza, la juventud vivida, los viajes, ¡quién sabe si a Mallorca, a Venecia o a Berlín!, toda una vida llena de momentos felices junto a esa hermosa mujer. Entretanto, Romualdo Martínez se rasca la calva, se coloca bien los lentes, frunce el ceño, se muerde la lengua, acerca a la foto la nariz y clava atento la mirada en unas sillas que aparecen al fondo, intentando distinguir si son de ébano o fresno.

 


Readymade

READYMADE

A Mary Josephine le explicas el arte conceptual y como si se lo dices en pekinés: ni lo entiende ni lo va a entender, aunque le pongas traductor simultáneo. Ella se limita a ir a limpiar la galería de arte donde la han contratado en París y que la dejen en paz. Y como no habla francés, mejor; así va a lo suyo y nadie la entretiene.

Llé-né-sé-pá contesta, pronunciando lentamente las sílabas con su acento africano, a todo el que se le acerca a preguntar que dónde están los toilettes. Eso y el mercie, el au voir y poco más es lo único que se ha aprendido en los dos meses que lleva en esa ciudad.

En realidad, se está planteando que igual no se aprende ni una palabra más del idioma y se marcha para otro país. Tiene todo el rato en la cabeza el runrún de mudarse, porque de esta gente no entiende ni el idioma ni nada. Que en su Zimbabue natal no tuvieran aspiradores eléctricos, pase, pero aquí los ha visto en tiendas y cafeterías, y a ver por qué tiene ella que barrer con una escoba. Tampoco alcanza a comprender que la gente pague veinte euros por una entrada y se quede media hora mirando y haciendo fotos a un urinario homenaje al gran Duchamp que han colgado en una sala de la pared. No dejan usarlo; de hecho, hay un vigilante sentado que no permite que nadie se acerque, dos cámaras grabando y todo lleno de carteles, que intuye Mary Josephine que son para prohibir que nadie le dé por hacer pis ahí.

Pero a lo que menos se acostumbra la buena mujer es a esos grupitos de estudiantes que vienen cada semana de la Escuela de Bellas Artes, se sientan en cualquier sitio y le piden s´il vous plaít que les deje pintar en sus cuadernos el cubo con agua jabonosa y la fregona con la que limpia el suelo.

 

Próxima parada

PRÓXIMA PARADA

Pese a la niebla tan densa que impedía ver lo que había a un metro de distancia, el autobús continuaba su ruta sin salirse de los márgenes de la carretera. A través de alguna ventana que había quedado sin cerrar, se colaba esa bruma húmeda, tan espesa que aunque la madre rodeaba con un brazo el cuello y con el otro el torso del niño apenas podían verse los cuerpos y era imposible que sus miradas llegaran a cruzarse. Aún así el niño detectaba con inquietud que algo iba mal, pues nunca antes le había temblado de aquella manera la voz a su madre mientras le susurraba palabras tranquilizadoras. Decía «pronto llegaremos» y «ya falta poco».

Pero las horas pasaban y nada ocurría. Fue entonces cuando el pequeño empezó a revolverse en el asiento. Pese a que ella lo sujetaba con firmeza, logró zafarse y se puso en pie. En ese momento, su cabeza cayó rodando por el pasillo hasta debajo del asiento donde debería haber estado sentado el conductor, quedando atrapada entre los pedales donde tendrían que haber estado sus pies.

Nadie conducía aquel autobús.

El niño se sintió rarísimo mientras su madre recogía la cabeza del suelo, regresaba a su sitio, la colocaba encima de los hombros de donde se había caído y volvía a abrazarlo como al principio. Por la mente aterrorizada del niño se sucedieron en ese momento una serie de imágenes: él desobedeciendo, travieso, y quitándose el cinturón de su sillita para hacer rabiar a la madre; la madre soltando el volante y girándose para abrochárselo; de repente una curva; un muro de hormigón; salir despedido hacia la luna delantera. Y nada más. Todo teñido de rojo.

En ese instante unos rayos de luz comenzaron a colarse débilmente entre la niebla.

 

Performance

PERFORMANCE

La señora Baker, ama de llaves de los Brown, fue llamada a la presencia del Todopoderoso estando plácidamente dormida en su cama, con su mejor camisón y tapadita hasta las orejas con una manta. Ocurrió un domingo por la tarde, al rato de haberse acostado después de concluida su tarea, así que le cogió la muerte con la satisfacción del deber cumplido y minutos antes del desastre que le habría provocado, con toda seguridad, un jamacuco irreversible. Alabado sea por tanto el Señor por su don de la oportunidad, dirían aliviados los Brown unos días más tarde, durante su funeral.

Porque la señora Baker había servido en aquella casa desde los quince años, y con noventa y cinco, ya retirada, continuaba viviendo con la familia y por no sentirse una inútil la permitían el mantenimiento de la vajilla de porcelana. Así que, desde primera hora de cada domingo, sacaba las piezas del aparador, las disponía delicadamente en el suelo y se sentaba junto a una palangana de agua espumosa que ya tenía preparada. Después, jabonaba uno a uno los doce platos llanos, los doce hondos y los doce de postre, así como cada una de las doce copas de agua, vino blanco, vino tinto, licor y cava. Una vez que estaba todo limpio, secaba cada pieza con muchísimo cuidado con unos paños de algodón, y tras abrillantar, volvía a colocarlo todo en sus baldas. A continuación, hacía lo mismo con las tazas de té, soperas, ensaladeras, salseras, hasta dejarlas relucientes. En fin, que se pasaba toda la mañana y parte de la tarde entregada a la labor. Ese día almorzaba únicamente un sándwich sentada en el parqué y se retiraba a su alcoba como a las cuatro, deslomada pero feliz.

El resto de la semana se dedicaba a descansar, hacer algún crucigrama del Daily News y recuperarse hasta el siguiente domingo al que, como ya se ha dicho, no llegaría la buena mujer, pues los Brown tenían una hija, Cloe, que cuando no se tomaba la medicación lo mismo le daba por decir que quería ser misionera en el Congo o puta en una esquina del Soho, y ese domingo, mientras la señora Baker exhalaba su último aliento, apareció la muchacha diciendo que era artista. Su obra consistió en estampar, una a una, todas las piezas de la vajilla contra el suelo y la pared mientras lo grababa con el móvil.

Oro

ORO

Después de cada infidelidad, de cada bofetón, él siempre se arrodillaba a sus pies, se encogía en su regazo y llorando y gimiendo con todo su ser, le suplicaba que le perdonase, que no lo volvería a hacer, que había sido un arrebato, un desliz pasajero, que ella era su único amor, su única mujer. Entonces le ponía en un dedo un anillo de oro de varios quilates, en la muñeca un reloj Cartier, una cadena en el cuello… y tantos habían sido los arranques de cólera que se iba llenando de alhajas el joyero al mismo tiempo que su corazón se convertía en un témpano de hielo.

Al principio, sentada en su tocador frente al espejo, se le pasaba por la cabeza dejar atrás todo aquello y huir de esa jaula de oro. Pero enseguida cogió gusto a ponerse y quitarse broches y pulseras y pendientes, a pasearse por la casa con la diadema de diamantes. Y tanto se admiraba de poseer unas joyas tan valiosas que pronto ignoró esos anhelos, aunque cuando se cubría con maquillaje cada último moratón lo hacía apretando fuerte los dientes.

...

Los últimos

LOS ÚLTIMOS

No hablaban, aunque si lo hubiesen hecho no habrían podido oírse. Debajo de las escafandras, en cuyo dorso podía leerse Sidney McGregor y Leslie Smith,  los dos últimos supervivientes llevaban tapones y las orejas vendadas para aislarse del crujido de huesos, de los chillidos de las ratas, del zumbido de los miles de insectos que revoloteaban sobre los pedazos de carne humana.

Al salir de sus zulos, después de la explosión, se habían topado con una jauría de carroñeros que masticaban los dedos de una mano, arrancaban los ojos, nariz y labios de una cara y rasgaban a dentelladas y zarpazos el vientre de una mujer embarazada, despedazando como si fuera plastilina el cuerpo del feto no nacido, aún caliente y con latido.

Era más de lo que podía soportar un ser humano. Pero ahí estaban los dos supervivientes, entregados a dar sepultura a tantos cadáveres como pudiesen, hasta que las fuerzas dejaran de acompañarlos. A pedradas, con palos y un soplete que encontraron, los ahuyentaban y durante varios días, mano a mano, los fueron enterrando, bajo la mirada acechante de cientos de pares de ojos, ávidos de carnaza.

Cuando hubieron terminado, echaron a andar por los campos abrasados. Al poco tiempo, caminaban cogidos de la mano y un sentimiento nació entre ambos. Buscarían un lugar donde el aire se pudiera respirar, donde el horizonte fuera azul, no de color malva y morado, donde no oliera a quemado. Donde poder empezar una nueva vida, donde tener esperanza.

Una tarde, llegaron a un arroyo de aguas claras y sintiéndose a salvo, decidieron desprenderse de los buzos protectores y los cascos. Completamente desnudos, de pie uno frente al otro, se examinaron de arriba abajo y se abrazaron. Si no hay más supervivientes, pensaron los dos hombres, el fin de la civilización ha llegado.

Los siete pecados

LOS SIETE PECADOS

La lujuria y la gula las tenían garantizadas Eva y Adán, así lo había dispuesto el Creador para tenerlos contentos y entretenidos. Venga de revolcones aquí y allá, de jugar al «a que no me pillas, bandido», de explorar con lenguas y dedos sus cuerpos desnudos, al alba y antes de que volviera a ocultarse el sol, sobre el césped mullido a la orilla de un arroyo cuajado de nenúfares y pececillos.

Paraban solo para saciar su apetito, que aquello daba mucha hambre: arándanos, cebollas dulces, avellanas y castañas, piñas tropicales, plátanos de Canarias, miel de abejas, canela en rama. Todo en abundancia, de la mejor calidad y cuando les diera la gana. En definitiva, comer, dormir, fornicar y holgazanear. Que qué necesidad había de ponerse a emprender, de tener iniciativa, de esforzarse en nada, con la pereza que todo aquello daba.

Pero con todo lo a gusto que estaban estos dos en el paraíso, que no les faltaba de nada, les brotó del corazón la envidia al ver la cara de felicidad que ponía una serpiente mientras saboreaba una jugosa manzana, al contemplar cómo hincaba los colmillos en la pulpa blanca, al oír la piel roja triscar y a la bicha salivar, al percibir el olor fresco de la fruta madura. Y siendo lo único que tenían prohibido, comer manzanas, la avaricia les empujó a varear el árbol para hacer caer toda la fruta. Menudo festín se dieron, y eso que aún nada sabían ya lo irían desarrollando más adelante de productos derivados como la tarta de manzana, las manzanas asadas, la compota de manzana, las manzanas de  caramelo… y para quitar la sed, la sidra de manzana.

Con la panza llena a reventar y la osadía de la transgresión, se encararon provocativos y soberbios al cielo. ¿Cuántos más placeres, manjares, diversión, les estaría ocultando el idiota de ahí arriba?

Pronto lo descubrirían, pues así fue como se encendió la ira del Señor.

 

Línea erótica

LÍNEA ERÓTICA

Hoy daba comunicando el teléfono de Pamela, pero Bernardo no llama a ninguna otra y espera. Tiene una voz dulce, cálida, sensual, que le pone muy cachondo, y se imagina una mulatita preciosa, con las tetas firmes pero pequeñas, un culo redondo y suave, una piel de canela, unos labios carnosos que le besan, le lamen, le succionan, y, y, y, y tiene que levantarse a por una lata de cerveza a la nevera, refrescarse la cara, calmarse, aguantarse un rato más hasta que vuelva a marcar su número y conteste esa reina caribeña, «tengo empapado el tanga, mi fiera».

Como otras veces, Pamela, que se llama María Luisa y es oriunda de Cuenca, le habla en susurros mientras da la papilla a cucharadas a su bebé y le cuenta lo caliente que está al tiempo que le golpea en la espalda para que expulse los gases. Cuando escucha al otro lado los jadeos y los ayayays, María Luisa se pone a gemir, acunando al niño, hasta que Bernardo llega al orgasmo. Alarga lo que puede la llamada mientras mete al hijo en la cuna y le pone el chupete, y le dice al otro todo lo que quiere oír, o sea, lo hombre que es y lo mujer que con él se siente.

Cuando por fin recupera el aliento, Bernardo se despide y cuelga. No se queja, ha estado bien, aunque últimamente se le queda un regusto raro, como a ocho cereales, galleta, leche y miel.

La travesía

LA TRAVESÍA

Mientras se despide en silencio de sus padres y se hace sitio en la embarcación, contempla Malek el cielo estrellado y sonríe, ilusionado, imaginándose con la camiseta del Olympique de Marsella, metiendo un gol decisivo y siendo aplaudido durante varios minutos por un estadio a rebosar de aficionados.

Nada podrá pararme había dicho testarudo a sus padres.

Lleva en la mochila almendras con miel, pan de maíz, tres naranjas, higos deshidratados. En los bolsillos interiores, envueltos en paquetitos que la madre ha forrado con mucho celofán para que no se mojen, ha metido el padre el documento de identidad, el móvil, unos billetes de veinte euros y una libreta con teléfonos de parientes y vecinos que viven en algún lugar de Francia o España. Sobre las mudas y calcetines, un pellejo con cinco litros de agua, porque aunque se supone que serán solo unas horas de viaje, por si se complicara. Porque los tres han oído, aunque ninguno habla de ello, de olas de cinco metros que se forman a veces en medio del Estrecho, que avanzan amenazantes y pueden desestabilizar una lancha de goma sobrecargada, hacerla zozobrar, arrojar al agua a Malek, dejarlo a la deriva en el mar.

La jaula

LA JAULA

A la institutriz de Beatrice no le queda otra que mentir a los padres de la niña cada vez que telefonean desde donde estén: Bombay, Sidney, Cuzco, Johannesburgo. Todos sitios muy lejanos. Son gente con muchos compromisos allende los mares y en cuanto terminan algún negocio o a lo que sea que se dediquen, lo que necesitan le explican es relajarse en un crucero, tomarse unas vacaciones, tumbarse panza arriba en la tumbona de alguna playa. Y si es en otro continente, mejor, piensa ella. El caso es que verlos, solo los ve dos o tres semanas al año.

Se le pasa por la cabeza a veces que, si vivieran en otra época, podría encerrar a la chiquilla bajo llave en el desván, con las ventanas tapiadas, como a las princesas de los cuentos, que las castigaban en los torreones de los castillos. Pero estamos en el siglo XXI y eso no puede ser, la denunciaría la mocosa y la meterían en la cárcel. Así que tiene que resignarse cada tarde a ver escabullirse por la puerta trasera un pimpollo lleno de lazos, con su vestidín blanco y sus tirabuzones dorados y al cabo de un par de horas comprobar horrorizada cómo regresa hecha un asco, toda despeluchada y llena de barro.

Pero comprende la buena mujer que a esta criatura, que lo tiene todo una casa que sale en las revistas de decoración, profesores que la educan sin necesidad de moverse de su cuarto, doncellas, mayordomo, juguetes de madera hechos de encargo, lo que realmente le entusiasme sea juntarse con los mozalbetes del barrio y comer pipas en un banco, correr detrás de una pelota, jugar a las canicas, saltar sobre los charcos, tirar piedras a los gatos.

Delirio

DELIRIO

Es tan mofletudo y lindo y graciosín Mateo que el resto de las mamás del parque desvían la atención de sus nenes para quedarse mirando a ese angelito. Se desviven por él y hacen turnos para empujar su columpio, secar con un clínex la baba que gotea de su chupete o sacudir la arena que se le mete en las botitas al tirarse del tobogán. Incluso apartan a sus propios hijos, tirando con fuerza de ellos ignorando sus llantos y protestas de la cola del balancín, para que Mateo se monte a gusto.

Además ven a Cloe, la mamá del niño, tan pálida y ojerosa, tan flacucha y desganada, mirando desquiciada el columpio donde se encuentra ahora el chiquitín, que consideran que es su obligación, como madres solidarias, echar una mano a esa pobre mujer, que por algún motivo que ya averiguarán «ya nos enteraremos», cuchichean entre ellas, está del todo ausente y como en otro mundo.

Porque Cloe nunca habla, no cuenta nada, y por eso no saben que lleva veintidós meses y tres días, desde que nació Mateo, sin pegar ojo. Y año y medio sin marido, que dijo que o lo estampaba contra la pared o se iba, que él sin sus ocho horas de sueño no era persona. Y es que es cerrar ella un ojo y el niño ponerse a berrear hasta que lo carga en brazos y a pasear por el pasillo. Y como se siente un momentito a descansar en el sofá, se arranca de nuevo con el berrinche. Ni en la siesta ni de madrugada se duerme ese crío. Las que están encantadas son las de la guardería donde lo deja  para ir a trabajar, porque cae grogui según llega y duerme de un solo tirón las diez horas.

No le han funcionado a Cloe los métodos de los libros, los masajes, los baños con lavanda ni los consejos recibidos. Pero hoy, gracias a la bruma que se va adueñando de su mente, ha sentido cierto contento y alivio al confundir con una silla eléctrica, llena de cables, electrodos y correas de cuero con hebillas para sujetar brazos y piernas, el columpio donde, electrocutado y saliéndole de la cabeza humo, se balancea su hijo.

Deberes

DEBERES

Hay varias gallinas que picotean el suelo, unos cuantos polluelos, una cabra y un burro que sirve para tirar de un arado y labrar la huerta. Maquinaria no tienen, pues no llega la luz eléctrica.

Todas las tardes, después del almuerzo, Pedro coge un rastrillo y limpia el corral, cambia el heno de los animales, llena los bebederos, ordeña a la cabra y barre de excrementos la tierra. A continuación quita las malas hierbas, retira caracoles y pulgones, riega las tomateras y recoge alguna hortaliza una cebolla, un calabacín para la cena. Huevos siempre hay, así que en el hornillo de gas prepara una tortilla, calienta un cuenco de leche a Liam, su hermano pequeño, y le cuenta un cuento para que se duerma.

Para entonces, ya ha caído la noche. La madre aún tardará en regresar de la casa donde sirve, del padre ni se acuerda. A Pedro, los ojos se le cierran. Por las mañanas se levanta antes de las seis para recoger los huevos, poner grano a las gallinas, despertar al hermano y preparar los desayunos. Aún no ha amanecido cuando salen caminando para la escuela, se tarda más de una hora en llegar por sendas polvorientas.

Pero cada noche, antes de acostarse, Pedro mete en la cartera sus lápices y libretas, se sienta debajo de la farola que alumbra la carretera y, con mucha concentración, hace las tareas que le puso la maestra. Tiene que esforzarse con la caligrafía, piensa mientras escribe unas frases para la clase de lengua. Es lo que más le cuesta.

Flower power

FLOWER POWER

Janis no se llama Janis, pero se presenta con ese nombre a Steve, el muchacho que está tan ricamente tumbado en una manta fumando hierba. Se acomoda a su lado y le cuenta lo hippie que es, lo bien que se está jajá jijí, sin responsabilidades, yendo de un lado para otro, hoy aquí, mañana Michigan, al otro California, y vivir al día, sacándose unos dólares con la guitarra para subsistir, ¿acaso se necesita más para ser feliz?

Se pone entonces a llover y él ni se da cuenta, pese a que las gotas de lluvia le apagan el canuto, porque para entonces ya está en un estado zen supremo, muy rico, todo todo le parece súper bien, gloria divina, esa hormiguita que trepa por su dedo pulgar es desde ya mismo su amiga, el olor a tierra mojada le sobrecoge hasta caerle unos lagrimones de la emoción y las nubes del cielo hacen una coreografía preciosísima.

En fin, es tal el colocón y tan embargado está con la música que suena en el escenario allá al fondo, que la chica esta, Janis o como se llame y que se calla lo mucho que le fastidia que la lluvia le deshaga las trenzas, que si lo llega a saber no se tira ayer dos horas en la peluquería en Dansville, el pueblín desde donde ha venido hasta aquí lo arrastra con ella, «vamos a la furgoneta», y él no ve por qué no, tampoco es que vea por qué sí. Lo cierto es que en ese momento, como ya se dijo, todo le parece que más okey imposible.

En la furgoneta se quitan la ropa mojada y bueno, pasa lo que pasa, ya se lo pueden imaginar, tampoco veo necesario contarlo todo, entrar en detalles, empezar con que si se meten las lenguas hasta el paladar, si él se entretiene mordisqueándole  los pezones, si ella succiona golosamente el glande de él, si se sienta a horcajadas sobre el chico y se retuerce de placer… Todo eso, pienso, forma parte de su privacidad, así que dejémosles en paz. Pero el caso es que Janis, que por cierto se llama Dorothy, hala, ya lo dije, va teniendo una edad en que todas sus amigas le tocan las narices día sí día también con que a ver si se echa novio, «que se te va a pasar el arroz», y tal y cual. En resumidas cuentas, que Dorothy, que ese día se llama Janis porque Dorothy le suena como a provinciana de un pueblo de esos de la América profunda con una gasolinera y un bar de carretera con letras de neón y tíos escupiendo tabaco, ha tenido suerte, pues estaba en sus días fértiles, tan fértiles que nueve meses después le nacen dos niños muy rubios y muy mofletudos. Tres años más tarde ya son cinco chiquillos, que no paran de comer y tener muchos gastos.

Dorothy ha cogido bastantes quilos, pero es una mujer que se siente plena horneando tartas de manzana, poniendo coladas y fregando la tarima de madera de la sala. Da igual, lo que haya que hacer, porque es lo que ella quería. Y Steve, bueno, trabajando de siete a cinco en la serrería, metiendo horas por las tardes limpiando chimeneas y viendo cómo, así a lo tonto, se va pasando una vida que no recuerda haber soñado nunca.

 

Estrés

ESTRÉS

Manuel se sentía eufórico, ¡como para no!, si acababa de volver a nacer. Los mareos, ahogos y dolor abdominal no eran síntomas de cáncer, tal como había leído en Internet, sino ansiedad, según el doctor que acababa de examinarlo.

—Para relajarse le explicó el facultativo es importantísimo respirar bien. Recuerde: 4-7-8, inspirar, mantener, expirar.

La alegría le duró hasta que vio que el ascensor pasaba de largo, algún imbécil se le había adelantado desde otro piso. «Con la prisa que tengo» bufó. Bajó por las escaleras de dos en dos y renegó al dar un traspié, pues las bombillas de los rellanos apenas alumbraban y los peldaños de madera estaban recién encerados. «La hija de puta de la portera, querrá que alguien se mate». Desde el patio interior entraba un olor a coliflor hervida y fritanga que le puso de mal humor. «Qué asquerosidad de comida». Inspiró uno, expiró tres, uno, tres, «¿cómo era?, no me acuerdo…». En el portal, tuvo que aguantar que el pequinés de una vieja que olía a pis le llenase de babas los mocasines nuevos.

Hiperventilaba cuando salió a la calle. Aflojó entonces los puños, miró al cielo, llenó de aire sus pulmones y sonrió.

 

El vivo al bollo

EL VIVO AL BOLLO 

Pero mira cómo moquea la Gabriela, ahí de rodillas abrazada al féretro de su madre, la muy falsa. No, si ya lo vi yo clarito cuando entré a servir en esta familia; no levantaba un palmo del suelo y siempre conseguía todo lo que se le antojaba a base de llantos y pucheros; qué bien se le da eso de mojar la pestaña. ¿Pero cuántos años hace que no se dejaba caer por el pueblo? Ni cuando el Norberto, su hermano, el pobre infeliz, la telefoneó cuando ingresaron a doña Palmira en el hospital con una neumonía, que a punto estuvo de irse para el otro barrio; ni cuando tropezó con un escalón y se rompió la cadera. Ni  siquiera este último mes, que sabía perfectamente, porque se lo dije yo, que la mujer estaba en las últimas.

Siempre, siempre, ponía alguna excusa: que si no puedo dejar sola la boutique, que si mi marido está de negocios fuera de la ciudad y tengo que atender a mis hijos… Que digo yo que me río de la educación recibida por estos dos mocosos; se podían haber quedado en casa con su padre o encerrados en algún internado. ¡Que no se puede venir a la iglesia a alborotar, que esto es un lugar sagrado! Qué poco respeto inculcan ahora a la juventud, de verdad. En mis tiempos por toser o rascarte la nariz te daban un pescozón que ya podías quedarte tiesa en el banco durante toda la misa por la cuenta que te traía.

Ahora no, ahora cada uno hace lo que le da la gana. Pero no me extraña, no: de tal palo tal astilla. Los niños venga a enredar y molestar y nadie, ni siquiera el cura, les llama la atención. Claro que viendo a su madre hacer el paripé con sus lamentos y lloriqueos, a estos dos casi ni se les oye.

Muy mal bicho es la Gabriela. Ayer tarde cuando llegó, tras aparcar el descapotable en el garaje, lo primero que hizo al atravesar la puerta de la casa fue taparse con los dedos la nariz. A los niños los mandó a esperarla al coche y ya en el hall arrastró al Norberto, que no dejaba de arrancarse los pelos de las manos, a la cocina, y me mandó que le hiciese una tila. Ella se encerró un buen rato en la biblioteca, supongo que a buscar documentos importantes. Y creo que los encontró, porque cuando salió tenía una sonrisa de oreja a oreja y apretaba unos sobres muy abultados bajo el brazo. Sería el testamento, digo yo.

Al dormitorio donde su difunta madre recibía la Extremaunción ni se asomó. Con su boquita de piñón bien perfilada de rojo, dijo que prefería recordarla trajinando feliz en la cocina, mientras preparaba aquel delicioso chocolate y su hermano y ella moldeaban galletas con formas de peces y estrellas. Habían pasado más de cuatro años desde la última vez que vino a verla y ahora se ponía nostálgica con los bizcochitos. Lo que tiene una que aguantar.

«Nos quedaremos un par de días en el hostal del pueblo, Renata, así no te damos que hacer», me dijo saliendo a toda prisa con el botín. Pero yo no tengo un pelo de tonta, qué se piensa esta. Lo que pasó es que la señoritinga es muy delicada y no soportaba el olor que desprendía el cuerpo de la difunta. Y eso que había muerto esa misma mañana. Pero la infección se le había extendido semanas atrás por todo el cuerpo y las llagas purulentas, por más que me dedicase a cambiarle las vendas cada tres horas, no dejaban de empapar las sábanas y el colchón. Yo ventilaba la habitación, cambiaba la ropa de cama y la enjabonaba con una esponja cada mañana, pero el hedor se había ido extendiendo inevitablemente por toda la casa.

Y ahora me toca verlos aquí, a todos juntitos, sentados en el primer banco de la iglesia, como corresponde a los familiares más cercanos. Y yo en la cuarta fila, como una apestada, como si no hubiera estado atendiendo a esta familia durante casi cuarenta años y cuidando con abnegación a la señora en los últimos meses de su enfermedad. Ninguno de los parientes ha venido a saludarme, ni a preguntarme cómo estaba, o a ver si necesitaba algo.

Imagino que en unos días, al Norberto lo ingresarán en alguna institución para enfermos mentales. Estaba muy apegado a su madre y ahora el pobrecín no para de morderse los puños de la camisa. La Gabriela querrá vender el caserón y sacarse unos cuartos; y a mí, una pobre anciana desvalida de setenta años, me pondrán de patitas en la calle sin una frase de agradecimiento y con una compensación de risa por los servicios prestados.

Para cuando se lleven al Norberto, tengo pensado abandonar este pueblo. En cuanto me comuniquen el despido, sacaré un billete de autobús a la capital. Allí me alojaré en un hotel y por la mañana iré a buscar una agencia de viajes. Siempre me llamó mucho la atención hacer un crucero y viajar por todos los mares del mundo. Y con los fajos de billetes que encontré en la caja fuerte de la biblioteca —la pobre doña Palmira, en sus delirios de fiebre, me reveló la combinación secreta— solo tendré que volver a tierra firme el día en que me metan en un ataúd.

 

El futuro ya está aquí

EL FUTURO YA ESTÁ AQUÍ

Tan sencillo es como comprarse una Tablet, que te la llevas a cualquier sitio, y todo, todo, todo, desde los clásicos hasta el bodrio de novelita que escribe un mindundi en Albacete, en Wichita o en Melbourne, lo tienes a golpe de clic.

Es el progreso, que ya está aquí. Poco a poco desaparecen de las ciudades las librerías, dejando de amontonarse diccionarios, novelas, cómics y fanzines en los escaparates, en las estanterías que llegan hasta el techo, en las mesas y sillas, en las tarimas del suelo. Porque ahora, lo más, es quedarse en casa metido, con la legaña en el ojo y en pijama, y saber que lo tienes todo dentro del Ebook, mientras se pasan las horas contestando WhatsApps, echando una partida de Fortnite, subiendo una foto del gato a Instagram, mirando los vídeos de TikTok o dando likes a las últimas publicaciones en Facebook.

No se puede aspirar a más. En una tarde tormentosa de enero, no tener que ponerse el gabán, coger un paraguas y salir a la calle a comprar un libro. Ahorrarse el encuentro con algún conocido por el camino que te obligue a parar a charlar bajo la lluvia. No oír el tintineo de la puerta de la tienda al entrar, no aspirar el aroma nuevo del papel, el antiguo de los pergaminos. Descartar, para siempre, el tacto de los lomos de los libros, el diseño de sus portadas, el roce de sus hojas al abrirlos. Y también, muy importante, no perder el tiempo escuchando las recomendaciones del viejo librero, que seguro que no conoce tan bien tus gustos como el algoritmo.

 

Decrepitud

DECREPITUD

Lento, inexorable, concienzudo, pasa el tiempo por el caserón regodeándose en cada detalle. Se distrae amarilleando el papel pintado, dejando unos cercos de grasa en los retratos al óleo de los antepasados que hay sobre la chimenea, oscureciendo los visillos que cuelgan de las ventanas.

Tan placentero le resulta cubrir con motitas de polvo las baldas, cambiar a sepia el color de las fotos en blanco y negro y deshilachar alfombras, que casi se olvida del vejestorio, un saco de huesos cubierto de pellejo, que está acostado en una cama del piso de arriba. Es lo que queda de la propietaria. Antes de tumbarse, se amortajó con un camisón almidonado con olor a alcanfor y unas bragas de perlé que había tejido. Con la poca fuerza que le queda, aprieta mucho los labios intentando no respirar, rechina los dientes, se nota que está muy cabreada. No imaginaba que la muerte se demoraría tanto con ella: cinco días ahí tendida, sin poderse mover, la lengua como el esparto de la sed.

Pero todo llega, todo se acaba, y por fin su corazón deja de latir. Entonces el paso del tiempo le da el gusto a la mujer, que lo único que pedía era pudrirse de una vez y empezar a oler mal pues aquí, sola y abandonada, no quería seguir más. Después, mientras el cuerpo va descomponiéndose, busca qué más hacer por allí y encuentra entretenimiento en amustiar las plantas artificiales que compraba la vieja en un bazar y marchitar sus flores de papel. Cuando ha terminado con esto se ceba con el frutero que hay en la mesita de la sala y en la manzana pone gusanos, el plátano lo llena de manchas, cubre de moho las cerezas y pudre la corteza del limón sin importarle, para nada, que sean de plástico.

Como una patena

COMO UNA PATENA

Cada noche antes de extender los cartones junto a la tapia para echarse a dormir, limpia la porquería acumulada alrededor: tetrabriks de vino, latas de cerveza barata, colillas, cascos rotos. Con las últimas heladas, se está encontrando también restos de animales.

Hala, a tomar po´l culo resopla tras dar una patada a una rata muerta. Después se pone a frotar con esparto un grafiti donde se lee: «Ser como todos es no ser nadie».

Ahora resulta que el yonqui este era filósofo se mofa, cogiendo del pie a un tipo que tiene un espray de pintura a un lado y una jeringuilla clavada en el antebrazo y arrastrándole hasta el contenedor.

Catarsis

CATARSIS

Ni en su peor pesadilla habría imaginado Ricardo que al apearse del autobús aquella noche concurriría tal cúmulo de despropósitos. Que la suela de sus zapatos estuviera lisa por el desgaste, que no parase de llover, que hubiese un cerco de aceite justo en la rampa que bajaba hasta su edificio y que la luz de la farola que alumbraba la acera estuviese fundida provocaron, en ese aciago instante, que al apretar el paso para no calarse pisara la mancha, resbalase y cayese hacia atrás, golpeándose la cabeza contra el asfalto. Un golpe seco. «Estoy muerto» asumió tendido todo lo largo que era en el suelo.

«Uno no se muere todos los días, ¿cómo será esto?», pensó aturdido. Y como hay mucha mística y mucha superchería al respecto, esperó atento los acontecimientos. Al poco rato, unas luces de colores se encendieron. Eran cuadraditos grises, un redondel en medio y más colorines dentro. «La Carta de Ajuste», se dijo en su desvarío. «Va a ser cierto que ves la vida en imágenes al morir». Y entre abrumado e incrédulo, aguardó a que empezara la programación.

Mientras iba pasando el tiempo sin que ocurriera nada, imaginó unas escenas que no vería y que ya no podrían ser: ir de visita los domingos a la residencia donde estaba ingresada su madre y dejarla ganar al parchís, leer un cuento por las noches al pequeño, ayudar a la mayor con el inglés, besar a Laura en el cuello, donde tanto le gustaba, como aquella primera vez…

Pero lo que sucedió a continuación fue que empezaron a diluirse los colores y a desdibujarse el icónico diseño. Notó entonces Ricardo en la boca el sabor dulce de la lluvia mezclado con el salado de sus lágrimas y un hormigueo que, desde los dedos de las manos y los pies, iba recorriendo su cuerpo hasta llegar al cerebro. El tiempo que tardó en recobrarse de la conmoción, levantarse del suelo, caminar mareado hasta el portal, meter la llave en la cerradura y dirigirse a la cocina donde estaba Laura para besarle con ternura el cuello, se le hizo eterno.

Calma chicha

CALMA CHICHA

Al asomarse al abismo azul de los ojos de Nerea, sintió Mauro cómo la inmensidad del océano lo apresaba, lo envolvía y zarandeaba, y cómo la resaca lo arrastraba mar adentro cuando la muchacha de trenzas rubias y labios color frambuesa le dio su primer beso.

Al chico, el vértigo le duró no solo el verano que se conocieron sino toda la vida entera que pasó junto a ella a merced de olas, mareas y vientos hasta hoy, setenta años más tarde, que sentado en el lecho de Nerea llora mientras intenta inútilmente calentar sus manos heladas, sus dedos yertos.

Bambalinas

BAMBALINAS 

En la función de esta tarde a uno de los elefantes se le ha escurrido del lomo el chimpancé vestido de esmoquin que cabalgaba sobre él y lo ha pisado espachurrándole medio cuerpo. El león, que observaba la escena mientras tenía la cabeza de un caniche entre sus fauces, se ha distraído y ha cerrado de sopetón la mandíbula sin darle tiempo a que reaccionase. Como resultado de ambos incidentes, la cuna de la bebé, donde Hugo se ha metido a jugar, es ahora un caos de guata y peluches desmembrados.

Quizá mamá se enfade con él cuando termine de agitar el sonajero a la recién nacida, de hablarle con esa lengua de trapo, de jabonarla en su bañera de plástico, de entretenerla con el patito amarillo, de ponerle polvos de talco, el pañal y el pijama de algodón orgánico, de calentarle el biberón al baño maría, de observar embelesada como succiona la tetilla, de sacarle con palmaditas los gases, de pasearla en brazos por el pasillo hasta que se quede dormida. «O quizá», piensa Hugo esperanzado, «me haga un poco de caso».

              

Baile de salón

BAILE DE SALÓN

Benita y Julián se mueven al son de las coplas que animan la noche del centro de mayores. Ella abrazada a su cuello, él rodeando delicadamente su cintura con las manos. En los vaivenes, Benita gira un poco la cabeza, lo justo para rozar con su pómulo la perilla blanca bien recortada. Entonces deja escapar un suspiro, «aahh», se siente tan confortada.

Julián le hace sentirse una mujer deseada. Con eso le basta.

Regresa después a casa, camina ligera por la acera, aminora la marcha, que le dé el aire frío en la cara. Tiene la respiración desbocada, el cuerpo ardiendo, el alma embriagada. Abre el portal con manos temblorosas y en el espejo del ascensor contempla con arrobo su rostro encendido, su mirada ilusionada.

A Fermín le cuenta que ganó al chinchón y él, después de tantos años viéndola apagada, sonríe, y es una alegría sincera, le sale de dentro ver feliz a su amada, aunque se le pone un rictus de dolor que ella confunde con la incomodidad de la cama articulada. Pero no es eso, no, es que no logra acostumbrarse al olor a loción de afeitado que queda cada viernes flotando en la estancia.