CATARSIS
Ni en su peor pesadilla habría
imaginado Ricardo que al apearse del autobús aquella noche concurriría tal
cúmulo de despropósitos. Que la suela de sus zapatos estuviera lisa por el
desgaste, que no parase de llover, que hubiese un cerco de aceite justo en la
rampa que bajaba hasta su edificio y que la luz de la farola que alumbraba la
acera estuviese fundida provocaron, en ese aciago instante, que al apretar el
paso para no calarse pisara la mancha, resbalase y cayese hacia atrás, golpeándose
la cabeza contra el asfalto. Un golpe seco. «Estoy muerto» asumió tendido
todo lo largo que era en el suelo.
«Uno no se muere todos los días,
¿cómo será esto?», pensó aturdido. Y como hay mucha mística y mucha
superchería al respecto, esperó atento los acontecimientos. Al poco rato, unas
luces de colores se encendieron. Eran cuadraditos grises, un redondel en medio
y más colorines dentro. «La Carta de Ajuste», se dijo en su desvarío. «Va a ser cierto
que ves la vida en imágenes al morir». Y entre abrumado e incrédulo, aguardó a
que empezara la programación.
Mientras iba pasando el tiempo sin que
ocurriera nada, imaginó unas escenas que no vería y que ya no podrían ser: ir
de visita los domingos a la residencia donde estaba ingresada su madre y
dejarla ganar al parchís, leer un cuento por las noches al pequeño, ayudar a la
mayor con el inglés, besar a Laura en el cuello, donde tanto le gustaba, como
aquella primera vez…
Pero lo que sucedió a continuación fue que
empezaron a diluirse los colores y a desdibujarse el icónico diseño. Notó
entonces Ricardo en la boca el sabor dulce de la lluvia mezclado con el salado
de sus lágrimas y un hormigueo que, desde los dedos de las manos y los pies,
iba recorriendo su cuerpo hasta llegar al cerebro. El tiempo que tardó en
recobrarse de la conmoción, levantarse del suelo, caminar mareado hasta el
portal, meter la llave en la cerradura y dirigirse a la cocina donde estaba
Laura para besarle con ternura el cuello, se le hizo eterno.