PRÓXIMA PARADA
Pese a la niebla tan densa que impedía ver lo que había a un metro de
distancia, el autobús continuaba su ruta sin salirse de los márgenes de la
carretera. A través de alguna ventana que había quedado sin cerrar, se colaba
esa bruma húmeda, tan espesa que aunque la madre rodeaba con un brazo el cuello
y con el otro el torso del niño apenas podían verse los cuerpos y era imposible
que sus miradas llegaran a cruzarse. Aún así el niño detectaba con inquietud
que algo iba mal, pues nunca antes le había temblado de aquella manera la voz a
su madre mientras le susurraba palabras tranquilizadoras. Decía «pronto
llegaremos» y «ya falta poco».
Pero las horas pasaban y nada ocurría. Fue entonces cuando el pequeño
empezó a revolverse en el asiento. Pese a que ella lo sujetaba con firmeza,
logró zafarse y se puso en pie. En ese momento, su cabeza cayó rodando por el
pasillo hasta debajo del asiento donde debería haber estado sentado el
conductor, quedando atrapada entre los pedales donde tendrían que haber estado
sus pies.
Nadie conducía aquel autobús.
El niño se sintió rarísimo mientras su madre recogía la cabeza del suelo,
regresaba a su sitio, la colocaba encima de los hombros de donde se había caído
y volvía a abrazarlo como al principio. Por la mente aterrorizada del niño se
sucedieron en ese momento una serie de imágenes: él desobedeciendo, travieso, y
quitándose el cinturón de su sillita para hacer rabiar a la madre; la madre
soltando el volante y girándose para abrochárselo; de repente una curva; un
muro de hormigón; salir despedido hacia la luna delantera. Y nada más. Todo
teñido de rojo.
En ese instante unos rayos de luz comenzaron a colarse débilmente entre la
niebla.