RÉQUIEM
Se le ocurrió un día a Leandro, propietario de una funeraria, ofrecer un
extra al contratar el servicio de pompas fúnebres. Por supuesto a sus expensas,
como detalle para los familiares. Pero sin avisar; le satisfacía enormemente
poder mitigar un poco su dolor con esta iniciativa.
Una vez acomodado el cadáver dentro del féretro lo llevaba al velatorio.
Allí ya estaba preparado el atrezo y emprendía la puesta en escena, que
mantenía durante unos diez minutos, exclusivamente para los familiares que
primero llegaban. Oscurecía la sala, dejando apenas unos hilillos de luz
naranja o morada o azul; escogía una música u otra, pero siempre algo animado;
y calentaba en los quemadores unas esencias de vainilla, de yerbabuena o la
infantil, nunca incienso, según quién fuese el muerto y, sobre todo, según su
intuición.
La mayoría de la gente estaba más a su duelo y ni se enteraba de si olía a
jazmín o si sonaba Beethoven. Alguno sí se lo agradeció, como un señor que iba
un poco piripi y que no solo se equivocó de sala y por tanto de muerto, sino
también de olor, confundiendo el que había puesto de fresas silvestres con la
terraza llena de geranios de su madre fallecida.
También en una ocasión, pecando de un exceso de optimismo, se generó un
momento muy tenso al sonar la canción del grupo Parchís, «Cumpleaños Feliz», en
el velorio de Josín, un niño que se había aplastado el cráneo al caer desde un
castillo hinchable en la fiesta de su sexto y último aniversario. «Cómo iba a
saber esto yo», se disculpó tremendamente compungido Leandro. Tras aprender
mucho de este error, intentó ser más cuidadoso en lo sucesivo con la selección
musical.
Hoy se le ve muy complacido, está segurísimo de haber acertado al poner
encima del ataúd la foto de la difunta a la edad de veinticinco, disfrazada por
Carnaval con un vestido rococó en un salón de baile. No hay más que fijarse en
el viudo, don Romualdo Martínez, noventa y dos años, todo pensativo mirándola.
Leandro imagina los recuerdos que se le pasan al abuelo por la cabeza, la
juventud vivida, los viajes, ¡quién sabe si a Mallorca, a Venecia o a Berlín!,
toda una vida llena de momentos felices junto a esa hermosa mujer. Entretanto,
Romualdo Martínez se rasca la calva, se coloca bien los lentes, frunce el ceño,
se muerde la lengua, acerca a la foto la nariz y clava atento la mirada en unas
sillas que aparecen al fondo, intentando distinguir si son de ébano o fresno.