LA TRAVESÍA
Mientras se despide en silencio de sus padres
y se hace sitio en la embarcación, contempla Malek el cielo estrellado y
sonríe, ilusionado, imaginándose con la camiseta del Olympique de Marsella,
metiendo un gol decisivo y siendo aplaudido durante varios minutos por un
estadio a rebosar de aficionados.
―Nada
podrá pararme ―había dicho testarudo a sus padres.
Lleva en la mochila almendras
con miel, pan de maíz, tres naranjas, higos deshidratados. En los bolsillos
interiores, envueltos en paquetitos que la madre ha forrado con mucho celofán
para que no se mojen, ha metido el padre el documento de identidad, el móvil,
unos billetes de veinte euros y una libreta con teléfonos de parientes y
vecinos que viven en algún lugar de Francia o España. Sobre las mudas y
calcetines, un pellejo con cinco litros de agua, porque aunque se supone que
serán solo unas horas de viaje, por si se complicara. Porque los tres han oído,
aunque ninguno habla de ello, de olas de cinco metros que se forman a veces en
medio del Estrecho, que avanzan amenazantes y pueden desestabilizar una lancha
de goma sobrecargada, hacerla zozobrar, arrojar al agua a Malek, dejarlo a la
deriva en el mar.