LOS SIETE PECADOS
La lujuria y la gula las
tenían garantizadas Eva y Adán, así lo había dispuesto el Creador para tenerlos
contentos y entretenidos. Venga de revolcones aquí y allá, de jugar al «a que
no me pillas, bandido», de explorar con lenguas y dedos sus cuerpos desnudos, al
alba y antes de que volviera a ocultarse el sol, sobre el césped mullido a la
orilla de un arroyo cuajado de nenúfares y pececillos.
Paraban solo para saciar su
apetito, que aquello daba mucha hambre: arándanos, cebollas dulces, avellanas y
castañas, piñas tropicales, plátanos de Canarias, miel de abejas, canela en
rama. Todo en abundancia, de la mejor calidad y cuando les diera la gana. En
definitiva, comer, dormir, fornicar y holgazanear. Que qué necesidad había de
ponerse a emprender, de tener iniciativa, de esforzarse en nada, con la pereza
que todo aquello daba.
Pero con todo lo a gusto que
estaban estos dos en el paraíso, que no les faltaba de nada, les brotó del
corazón la envidia al ver la cara de felicidad que ponía una serpiente mientras
saboreaba una jugosa manzana, al contemplar cómo hincaba los colmillos en la
pulpa blanca, al oír la piel roja triscar y a la bicha salivar, al percibir el
olor fresco de la fruta madura. Y siendo lo único que tenían prohibido, comer
manzanas, la avaricia les empujó a varear el árbol para hacer caer toda la
fruta. Menudo festín se dieron, y eso que aún nada sabían ―ya lo
irían desarrollando más adelante― de
productos derivados como la tarta de manzana, las manzanas asadas, la compota
de manzana, las manzanas de caramelo… y
para quitar la sed, la sidra de manzana.
Con la panza llena a reventar
y la osadía de la transgresión, se encararon provocativos y soberbios al cielo.
¿Cuántos más placeres, manjares, diversión, les estaría ocultando el idiota de
ahí arriba?
Pronto lo descubrirían, pues así
fue como se encendió la ira del Señor.