DECREPITUD
Lento, inexorable, concienzudo, pasa el tiempo
por el caserón regodeándose en cada detalle. Se distrae amarilleando el papel
pintado, dejando unos cercos de grasa en los retratos al óleo de los antepasados
que hay sobre la chimenea, oscureciendo los visillos que cuelgan de las
ventanas.
Tan placentero le resulta cubrir con motitas de polvo las baldas, cambiar a sepia el color de las fotos en blanco y negro y deshilachar alfombras, que casi se olvida del vejestorio, un saco de huesos cubierto de pellejo, que está acostado en una cama del piso de arriba. Es lo que queda de la propietaria. Antes de tumbarse, se amortajó con un camisón almidonado con olor a alcanfor y unas bragas de perlé que había tejido. Con la poca fuerza que le queda, aprieta mucho los labios intentando no respirar, rechina los dientes, se nota que está muy cabreada. No imaginaba que la muerte se demoraría tanto con ella: cinco días ahí tendida, sin poderse mover, la lengua como el esparto de la sed.
Pero todo llega, todo se acaba, y por fin su
corazón deja de latir. Entonces el paso del tiempo le da el gusto a la mujer,
que lo único que pedía era pudrirse de una vez y empezar a oler mal pues aquí,
sola y abandonada, no quería seguir más. Después, mientras el cuerpo va
descomponiéndose, busca qué más hacer por allí y encuentra entretenimiento en
amustiar las plantas artificiales que compraba la vieja en un bazar y marchitar
sus flores de papel. Cuando ha terminado con esto se ceba con el frutero que
hay en la mesita de la sala y en la manzana pone gusanos, el plátano lo llena
de manchas, cubre de moho las cerezas y pudre la corteza del limón sin importarle,
para nada, que sean de plástico.