RING RING
Unas pisadas en la arena mojada
serán lo último que quede del señor Romero antes de que una ola pase por encima
y en su retroceso las borre, dejando en la orilla el caparazón vacío de un
cangrejo y unas algas. Ni rastro del hombre hallarán, al día siguiente, salvo
un reguero, desde el agua hasta donde se bajó del taxi, de un pantalón de
tergal marrón con cinturón, un jersey de cuello en pico granate, unos zapatos
de rejilla con unos calcetines de canalé negros dentro y una chaqueta de lana
gris. Los calzoncillos, por pudor, no llegará a quitárselos; solo de pensar que
la marea arrastre su cuerpo a algún arenal y lo encuentre una mujer le hace
sentir muy turbado. Se imagina a la descubridora del cadáver con un palito en
la mano, mirándole a cierta distancia con asco y aprensión, y él ahí, panza
arriba y despatarrado, sobre un muslo su pene lacio del que solo queda un
glande pálido y arrugado, o lo que es peor, mordisqueado por los peces. Y el
vientre hinchado, los dedos de las manos comidos por los depredadores, el
rostro desdibujado, quizá sin nariz, dependiendo del tiempo que tardase el mar
en regurgitarlo.
No había considerado el señor
Romero el asunto del hallazgo de su cadáver y ahora, dándole otra vuelta, se le
ocurre que también podría ser que cayese en las redes de un barco pesquero y
arruinar así su faena, o quedar flotando indefinidamente en el gélido mar, o
dando vueltas como un pelele a merced de las corrientes marinas. O incluso
olvidado, para siempre, en el fondo del océano rodeado de esas criaturas
luminiscentes llenas de dientes afilados.
Además de todos esos
inconvenientes están también el frío, la humedad que se te mete en los huesos y
el rato horroroso entre que te ahogas y no mientras las estrellas brillan indiferentes
al drama en el cielo negro. Tanta agonía no se ve él capaz de encarar, por muy
solo y deprimido que se encuentre, por eso se retracta y cuelga antes de que al
otro lado del hilo telefónico una voz metálica conteste: «Radio
Taxi, dígame».