LOS ÚLTIMOS
No hablaban, aunque si lo hubiesen hecho no
habrían podido oírse. Debajo de las escafandras, en cuyo dorso podía leerse
Sidney McGregor y Leslie Smith, los dos
últimos supervivientes llevaban tapones y las orejas vendadas para aislarse del
crujido de huesos, de los chillidos de las ratas, del zumbido de los miles de
insectos que revoloteaban sobre los pedazos de carne humana.
Al salir de sus zulos, después de la explosión,
se habían topado con una jauría de carroñeros que masticaban los dedos de una
mano, arrancaban los ojos, nariz y labios de una cara y rasgaban a dentelladas
y zarpazos el vientre de una mujer embarazada, despedazando como si fuera
plastilina el cuerpo del feto no nacido, aún caliente y con latido.
Era más de lo que podía soportar un ser humano.
Pero ahí estaban los dos supervivientes, entregados a dar sepultura a tantos
cadáveres como pudiesen, hasta que las fuerzas dejaran de acompañarlos. A
pedradas, con palos y un soplete que encontraron, los ahuyentaban y durante
varios días, mano a mano, los fueron enterrando, bajo la mirada acechante de
cientos de pares de ojos, ávidos de carnaza.
Cuando hubieron terminado, echaron a andar por
los campos abrasados. Al poco tiempo, caminaban cogidos de la mano y un sentimiento
nació entre ambos. Buscarían un lugar donde el aire se pudiera respirar, donde
el horizonte fuera azul, no de color malva y morado, donde no oliera a quemado.
Donde poder empezar una nueva vida, donde tener esperanza.
Una tarde, llegaron a un arroyo de aguas claras
y sintiéndose a salvo, decidieron desprenderse de los buzos protectores y los
cascos. Completamente desnudos, de pie uno frente al otro, se examinaron de
arriba abajo y se abrazaron. Si no hay más supervivientes, pensaron los dos
hombres, el fin de la civilización ha llegado.