domingo, 16 de julio de 2023

Los últimos

LOS ÚLTIMOS

No hablaban, aunque si lo hubiesen hecho no habrían podido oírse. Debajo de las escafandras, en cuyo dorso podía leerse Sidney McGregor y Leslie Smith,  los dos últimos supervivientes llevaban tapones y las orejas vendadas para aislarse del crujido de huesos, de los chillidos de las ratas, del zumbido de los miles de insectos que revoloteaban sobre los pedazos de carne humana.

Al salir de sus zulos, después de la explosión, se habían topado con una jauría de carroñeros que masticaban los dedos de una mano, arrancaban los ojos, nariz y labios de una cara y rasgaban a dentelladas y zarpazos el vientre de una mujer embarazada, despedazando como si fuera plastilina el cuerpo del feto no nacido, aún caliente y con latido.

Era más de lo que podía soportar un ser humano. Pero ahí estaban los dos supervivientes, entregados a dar sepultura a tantos cadáveres como pudiesen, hasta que las fuerzas dejaran de acompañarlos. A pedradas, con palos y un soplete que encontraron, los ahuyentaban y durante varios días, mano a mano, los fueron enterrando, bajo la mirada acechante de cientos de pares de ojos, ávidos de carnaza.

Cuando hubieron terminado, echaron a andar por los campos abrasados. Al poco tiempo, caminaban cogidos de la mano y un sentimiento nació entre ambos. Buscarían un lugar donde el aire se pudiera respirar, donde el horizonte fuera azul, no de color malva y morado, donde no oliera a quemado. Donde poder empezar una nueva vida, donde tener esperanza.

Una tarde, llegaron a un arroyo de aguas claras y sintiéndose a salvo, decidieron desprenderse de los buzos protectores y los cascos. Completamente desnudos, de pie uno frente al otro, se examinaron de arriba abajo y se abrazaron. Si no hay más supervivientes, pensaron los dos hombres, el fin de la civilización ha llegado.