AL ALBA
Serían casi las cuatro
de la madrugada cuando por fin pudo Damián capturar con el móvil el canto de dos
cárabos, hembra y macho, en pleno galanteo amoroso. Era lo único que le faltaba
y, cuando se hubo cerciorado de que la calidad del sonido grabado era la ideal,
regresó corriendo desde el bosquecillo de detrás de la casa hasta el dormitorio
donde estaba Inés acostada.
Por la tarde se había
dedicado a recolectar ramilletes de lavanda que, repartidos por baldas y cajones
y escondidos debajo de la almohada, aromatizaban ahora la estancia. Sobre las
dos mesitas de noche y la cómoda había colocado varias jarras de cristal con florecillas
silvestres ―margaritas, mimosas,
amapolas― intercaladas con hojas
de helechos de los que crecían a la sombra de la tapia y que a Inés tanto le
gustaban.
Todo estaba
perfectamente dispuesto, tal como ella le había pedido con una mueca de dolor por
la mañana cuando al despertarse sintió el zarpazo de la muerte clavándosele en
las entrañas: había perdido la batalla. Con las puertas del balcón abiertas y
las cortinas descorridas, Damián se sentó junto a ella sobre la cama, encendió
el audio del móvil y le ahuecó un cojín bajo la cabeza para que, un poco
incorporada, pudiera respirar el aire límpido de la noche y contemplar, por
última vez, el cielo cuajado de estrellas.
Ligeramente temblando,
pese al edredón y las dos mantas, sintió Inés tal conexión con el cosmos que
abarcó entera la Vía Láctea, aspiró todos los pétalos del mundo, escuchó el
alboroto de miles de cortejos nocturnos ―la vida siguiendo su curso, sin ella― y supo que estaba
preparada. Apretó entonces entre las suyas las manos del ser al que más había
querido, relajó la comisura de los labios hasta casi, casi una sonrisa y exhaló
el último aliento justo cuando el sol rayaba la línea de los prados.
Los dos cárabos,
mientras tanto, continuaron con sus cantos.