domingo, 3 de mayo de 2020

Penumbras


PENUMBRAS

Le huele a madreselva cada vez que abre el álbum por donde la foto de su hija vestida de Primera Comunión. Fue lo único que su suegra le permitió hacer aquel día, ocuparse de las flores.
Estuvo toda la mañana fuera escogiendo las más coloridas: naranjas, rosas, rojas, lilas. Apenas almorzó y dedicó la tarde entera a trenzar la corona. La hizo y deshizo una y otra vez, de lo que le temblaban las manos. El ramo le resultó más sencillo, solo tuvo que atarle un lazo. Mientras tanto, la suegra arreglaba a la niña. Los calcetines de perlé, los guantes con borlas, las merceditas. Con el vestido tardó un poco más, la cremallera de la espalda no subía, pero resolvió el contratiempo con unos cuantos alfileres y unos imperdibles.
Para la foto no hubo más que discutir, con aquella mujer no se podía. Aunque ahora, años después, al mirar el retrato reconoce que fue la mejor decisión: sentada en la butaca de orejas del salón, para apoyar su cabecita. Y con los cortinones echados, para que no se notara su piel cetrina, los ojos comidos por los peces, la hinchazón tras una semana hundida en el fondo del río.


Musarañas


MUSARAÑAS

En un lugar que a Camilo se le antojaba remotísimo, aunque pudiera verlo desde la ventana del aula, una niña de coletas pelirrojas y pecas por toda la nariz saltaba a la comba con sus amigas. Estaban en su rato de recreo. Pero no importaba dónde estuviese Lucía, pues hasta con los ojos cerrados podía imaginar sus párpados de muñeca, su piel tan blanca y fina, sus uñas color chicle. A punto estaba de imaginar, también, el color de sus braguitas debajo del uniforme azul cuando un pescozón del maestro lo despertó para señalarle el pupitre. El examen en blanco todavía estaba allí.

Terapia express


TERAPIA EXPRESS

Tropezamos en la T4. Me miró. Fue un instante para él, toda una vida para mí. Se disculpó, me ayudó a levantarme y continuó su camino. Yo me quedé con el roce de sus dedos en mi mano y mientras seguía pasando la mopa, mi mente voló a Tokyo. Ah, que no lo he dicho: era japonés, o chino.
Viviríamos en una casita muy feng shui: cada cosa ordenada en su sitio. Yo cuidaría del frondoso jardín, de las flores de loto, de los pececillos del estanque. Y él prepararía un té de jazmín en nuestra cocina requetelimpia. Y tendríamos un hijo precioso, con sus ojos rasgados y su flequillo liso.
Pero el amor se acabaría, porque éramos tan distintos. Yo me volvería a mi país y vaya lío con el vete y ven del crío, que si dónde pasaría las navidades, los cumpleaños, las vacaciones…
Cada vez que riño con mi Pepe me choco intencionadamente con algún pasajero atractivo mientras limpio la terminal. Se me suele quitar así el cabreo y luego vuelvo a casa deseando darle un achuchón al atontado de mi marido. Eso nunca, ni con el japonés ni con ningún otro, me habría apetecido.

El sofá


EL SOFÁ

En el lugar más inesperado aparecen a veces las cosas y lo que es peor aún: en el momento más inoportuno. Ni me acordaba de los calzoncillos que me regalaron en mi despedida de soltero, los de tirantes que se metían por la raja del culo. Y de la stripper mulata.
La noche de bodas se le coló a Laura el móvil por el sofá y al buscarlo aparecieron ahí, hechos un gurruño. Se lo expliqué, ocultando mi rubor, lloriqueó con desconfianza y mientras la tranquilizaba y se quedaba roque sobre mi hombro, tanteé entre los cojines. Al menos el condón usado todavía estaba allí.

El primer chef


EL PRIMER CHEF

Las palabras iban surgiendo al mismo ritmo que los acontecimientos: nubes, tormenta, rayo, árbol, fuego…
Una tarde gris de invierno estaba rumiando unos nabos a la entrada de la caverna cuando vi humo a lo lejos, ¿qué sería aquello? Y para allá me fui corriendo. Daba pena ver el bosque así, tan negro. Deambulando entre troncos y matojos encontré una ardilla chamuscada, me dio por hincarla el diente, le chupé hasta los huesos.
Los del clan dejaron de hablarme. «¡Qué asco!», dijeron los más viejos. Hasta que un día asé sobre corteza de abedul unas codornices y ni uno vegano quedó en cuanto las olieron.


Convivencia


CONVIVENCIA


—Como la tortilla de patata que hacía mi abuela, ninguna. Esto, compañeros, no admite discusión —empezó a decir Mauro. Era el más hablador de los cuatro.
Se me está haciendo la boca agua. Gerardo se restregó con la manga la barbilla por donde le caía un hilo de baba.
Al ver que los otros no decían nada siguió con su relato. Se le hacía insoportable tanto silencio.
—Teníamos un huerto continuó, animado. Era pequeño, pero había de todo: patatas, puerros, calabacines, repollos. También una higuera y perales. Ya os digo, de todo. Yo siempre me ofrecía voluntario para ir a por cebollas. Escogía las más tiernas y aromáticas, ¡cómo olían cuando las arrancaba! Y luego mi abuela hacía el sofrito con un pimiento verde. Mientras aquello se pochaba a fuego lento y un aroma delicioso impregnaba la cocina el recuerdo de esto le llevó a estirar un poco el cuello y olisquear el aire, yo batía los huevos recién puestos por gallinas que vivían tan campantes, picoteando por el corral y los prados, comiendo cereal y gusanos…
—Por qué no te vas a la puta mierda —gruñó Luciano, que llevaba un buen rato mascando un nabo reseco.
Román escuchaba con el ceño fruncido mientras pelaba con dedos temblorosos unas bellotas heladas. Miraba la navaja, miraba a Mauro. No conocía de nada a aquellos tres tipos con los que le había tocado patrullar por el monte. Cuando se dieron cuenta de que el enemigo era más fuerte que ellos, corrieron a buscar refugio; y suerte tuvieron de encontrar aquel hueco en una pared de piedra.
En el interior de la cueva, los cuatro soldados se apretujaban unos contra otros para darse calor, para no morir congelados, para seguir vivos hasta que pasase el peligro. Si es que lograban salir con vida de aquel confinamiento.