PENUMBRAS
Le
huele a madreselva cada vez que abre el álbum por donde la foto de su hija
vestida de Primera Comunión. Fue lo único que su suegra le permitió hacer aquel
día, ocuparse de las flores.
Estuvo
toda la mañana fuera escogiendo las más coloridas: naranjas, rosas, rojas,
lilas. Apenas almorzó y dedicó la tarde entera a trenzar la corona. La hizo y
deshizo una y otra vez, de lo que le temblaban las manos. El ramo le resultó
más sencillo, solo tuvo que atarle un lazo. Mientras tanto, la suegra arreglaba
a la niña. Los calcetines de perlé, los guantes con borlas, las merceditas. Con
el vestido tardó un poco más, la cremallera de la espalda no subía, pero
resolvió el contratiempo con unos cuantos alfileres y unos imperdibles.
Para
la foto no hubo más que discutir, con aquella mujer no se podía. Aunque ahora,
años después, al mirar el retrato reconoce que fue la mejor decisión: sentada
en la butaca de orejas del salón, para apoyar su cabecita. Y con los cortinones
echados, para que no se notara su piel cetrina, los ojos comidos por los peces,
la hinchazón tras una semana hundida en el fondo del río.