VOCACIONAL
Desde bien chiquitín, Julito cantaba que daba
gloria oírle. Ya en la cuna, acompasaba los berridos a su respiración, lo que
les dotaba de un volumen y duración acordes a sus demandas: no era lo mismo un
pañal un poco mojado que todo el pastelón de mierda desbordándose por el
elástico y resbalando por sus muslos hasta empapar las sábanas y el colchón. Ni
gritaba igual cuando no encontraba el chupete que cuando se cayó aquel día a la
calle desde el balcón.
De los cuatro hijos era al que más quería
Luciana. Andaba siempre pegado a sus faldas, y como ella era mucho de entonar coplas
y rumbas mientras hacía la casa o despachaba en el colmado, pues el chiquillo
se aprendió todas las canciones. También las de la radio y los programas de
televisión.
Con todo, lo que mejor se le daba era la
zarzuela. «La voz masculina se clasifica en diferentes categorías» explicó una
tarde el maestro de escuela a Luciana mientras se recomponían a toda prisa en
el almacén, «la del niño es barítono tenor».
Por eso cuando el padre regresaba con el barco
después de faenar durante meses en altamar, Luciana obligaba a Julito a soplar
la flauta mientras alguno de los hermanos destrozaba un villancico por Navidad.