CARPE DIEM
De toda la vida cuando alguien iba a morir
vislumbraba esperanzado una luz al final del túnel o se relajaba viendo pasar
su existencia en imágenes. A los elegidos, una estrella celestial los conducía
hacia el sueño eterno. Pero cuando se ponían remolones iba la de la guadaña
a por ellos.
Esto lo sabía
bien Ernesto. Atesoraba un buen puñado de finales, unos más de andar por casa,
otros más épicos. Fue siempre un gran apasionado del cine, del malo y del bueno;
a él lo que le interesaba realmente era ver cómo los personajes afrontaban el
postrero momento.
Pensaba por
ello que, cuando le llegase su hora, estaría preparado para encarar lo que pudiera
tocarle. Para el dolor o para una muerte reposada en el hospital, rodeado de
sus familiares. Pero lo que nunca imaginó es que el día de su boda, por
insistir en afeitarse en plan profesional, a navaja, se seccionaría la yugular.
Y que mientras se desangraba en el suelo del baño, le daría la risa floja
imaginando a sus amigotes aburridos fuera de la iglesia con un saco enorme de
arroz y la cara que se les estaría poniendo.