AMOR REMOTO
Lo que se dice mariposas en el
estómago no las he sentido nunca, no sé lo que es eso. Sospecho que la gente
repite frases hechas por quedar bien, pero yo no necesito de clichés y paripés
para afirmar que a mi marido le quiero. Porque si no, ¿cómo íbamos a aguantar
casi cincuenta años juntos? Aunque creo que justo ahí es donde radica nuestro
secreto: que juntos, juntos, apenas hemos estado en todo este tiempo.
De Bermúdez, es como le llamo
yo, me enamoré la víspera de irse a la mili. Estuvimos dos años carteándonos,
pero como no venía nunca por los sucesivos arrestos, decidimos casarnos por
poderes. Después, cuando se graduó, yo me quedé preñada del mayor. Entonces se
enroló en un pesquero de los que iban a los mares del norte y volvían meses
después con la bodega hasta arriba de merluza congelada. Así estuvo años, tantos
que acabé cogiendo asco a los langostinos. Cuando la niña iba a hacer la
Primera Comunión, decidió dejar el barco y buscó trabajo en la construcción. Cada
día, yo le llevaba la fiambrera con el almuerzo y una naranja, y me quedaba en
la obra un rato, mirándole poner ladrillos y trajinar con la hormigonera. Metía
horas extras a tutiplén, pues ya habían nacido los gemelos, y cuando regresaba
por las noches estaba tan agotado que, a veces, el pobre caía rendido en un
rincón del portal, debajo de los buzones, y dormía toda la noche rodeado de
papeles y folletos.
Ahora que se ha jubilado y
para que no se aburra, le mando a hacer recados, a mirar obras, a sacar al
perro. Le he apuntado a un grupo de petanca, un club de lectura y otro de
excursiones por los pueblos. Acaba de volver de hacer una ruta a la cascada del
Asón, se ha sentado junto a mí en el sofá y le he preguntado por Whatsapp que
qué tal el día. Y él me ha contestado con un emoticono de sonrisas y otro
bostezando mientras le daba un masaje en los pies.