ALTAMIRA
Una cosa era dibujar un caballo o la
cabeza de un ciervo, aprovechando el relieve de una roca, y otra muy distinta
llenar de bisontes la bóveda de aquella cavidad. Deslomado estaba, y medio
aturdido del pestazo a humedad y moho. Todos alababan lo bien que le había
quedado y no paraban de llegarle pedidos.
—Mañana pásate por mi cueva y me haces
presupuesto —le decían.
Aunque lo que realmente le habría
gustado no era pintarlos, sino cocinarlos. Con el descubrimiento del fuego,
pasó de comer carne y pescado crudos a embriagarse del aroma de un guiso bien
especiado o unas chuletas a la brasa. Adivinaba por el olor, a muchos metros de
distancia, todos los ingredientes de cualquier receta.
Con el tiempo, pensó, desarrollaría
técnicas propias, como deconstruir una tortilla de patata y servirla en copa de
cristal o incluso, por qué no, utilizar nitrógeno líquido en sus platos.
Mientras elaboraba mentalmente esta última ocurrencia, un grito le sacó de su
ensimismamiento.
—¡Ven un día a mi gruta de la playa,
verás qué paredes calizas tiene más majas!