LA HIPOTECA
¿Qué padres no se sacrifican
por un hijo para que tenga todo lo que ellos no tuvieron, para que estudie y
llegue hasta donde ellos no pudieron llegar, en definitiva, para que se haga un
hombre de pro? Cuando Arturito nació, sus padres en eso estaban, en que nada le
habría de faltar.
Trabajarían de sol a sol en un
bar que habían visto en venta. Él poniendo cafés, pinchos y raciones,
atendiendo las mesas, aguantando a los borrachuzos que no le dejaban echar la
persiana hasta bien entrada la madrugada. Ella en la cocina, entre cazuelas,
humareda y olor a fritanga, y barriendo y limpiando las meadas del baño. Sin
día de descanso, ni vacaciones, ni nada. Todo para ahorrar. Para que su niño
estudiase la carrera que quisiera.
—¿Te imaginas que, pese a
meterse en la tuna y juntarse con lo más bandarra de la facultad, termina,
aunque tarde doce años, una ingeniería, pongamos que aeroespacial, y que le
contraten los de la NASA, y que a los dos días se enteren de que tiene vértigo
y nos lo manden de vuelta para casa? —decía el padre a la mientras
miraban al recién nacido berreando en la cuna justo antes de firmar lo del bar.