lunes, 26 de diciembre de 2022

Catalepsia

CATALEPSIA

—«Las siete y media es un juego vil, y un juego que no hay que jugarlo a ciegas, pues juegas cien veces, mil, y de las mil ves, febril, que o te pasas o no llegas» —se burlaba siempre que ganaba doña Elvira, recitando las estrofas de don Mendo.

Mientras llegaba la parentela y allegados, doña Elvira y su hija, con velos negros y rosarios enroscados en las manos, esperaban en el velatorio improvisado en el salón jugando a las cartas. Ni  el réquiem que se repetía en el disco rayado, ni el tufo a incienso, bálsamos y cirios, les distraían. Fueron los gritos de Laurita lo que les hizo dar un respingo.

Qué inoportuna la puñetera cría gruñó la abuela mientras se giraban hacia el ataúd.

Vieron entonces a la niña, que se había encaramado al féretro del abuelo y se entretenía arrancándole uno a uno los pelos de la nariz.

—¡Ha resucitado, mirad, está llorando!

Una lágrima involuntaria, eso era todo. Un acto reflejo causado por la depilación, le explicaron ambas, enviándola a la cocina. Antes de sellarle con cera derretida los labios, le taponaron con dos bolas de algodón la nariz y después regresaron a su partida.

Marilyn ha muerto

MARILYN HA MUERTO

En el pabellón de chaladas, las internas van cumpliendo años y se ofician funerales con cierta regularidad. La última en llegar ocupa la cama de la finada del día anterior, una que mugía porque decía que era una vaca.

Mientras va colocando sus bártulos en el armario informa a su compañera de habitación de que es Duquesa de Nevada, y que así la ha de llamar. A cambio, le permitirá usar su maquillaje. Y qué más quiere ella, que desde que la encerraron aquí, sesenta años atrás, está con la cara lavada, pues tiene prohibido aplicarse carmín, máscara de pestañas, rubor en las mejillas, nada de nada. No recuerda bien por qué, pero mientras la Duquesa le ahueca una peluca rubia que ha traído, porque está calva, y se pinta un lunar, a Norma Jean le empiezan a rodar unos lagrimones que le embadurnan de rímel toda la cara.

La máquina

LA MÁQUINA 

Una tarde al regresar a casa noté olor a quemado. La computadora, que acababa de ganar un importante torneo de ajedrez, echaba humo, así que corrí a llenar un cubo de agua y me acerqué a ella. Estaba agonizando sobre un charco de litio y cables. Limpié el vómito, puse una compresa húmeda sobre la pantalla, le di a cucharadas un caldo de algoritmos y la dejé un rato apagada. Pero después empezó con chantajes y amenazas, y no tardó en exigirme fines de semana libres, vacaciones y días de asuntos propios, porque «seré artificial», dijo, «pero de tonta, nada».

Jubilación

JUBILACIÓN

Cruzaban de acera al verlo acercarse por la calle y apuraban de un trago el vino para huir despavoridos cuando entraba en la cantina. Porque en aquella isla griega los vecinos sabían que, como saludaras a Teseo, rey expulsado de Atenas, se te hacía de noche escuchando sus batallitas: que si tengo dos padres, Poseidón, el dios del mar, y Egeo; que si me he cargado a no sé cuántos gigantes; que si he derrotado al Minotauro a puñetazos; que si ni el veneno pudo conmigo. Y que si patatín y patatán.

Y a Teseo, curtido en mil contiendas, al principio le dolía el rechazo y por lo bajinis les llamaba provincianos, gente con pocas miras, deslomados sobre sus viñedos hasta la última LUZ del día, recolectando, prensando y desollando uvas. Pero observando a esos campesinos que nunca saldrían de sus tierras terminó renegando, apesadumbrado, de ser una leyenda mítica.

Her

HER

Aunque no está en el «Top Ten» de mujeres más sexis siempre elige a Scarlett, que es la que más le pone. Proyecta su holograma sobre una pared de su microapartamento de nueve metros cuadrados y babea mientras ella se moja los labios con la lengua, deja caer sensualmente el tanga de seda, se arrodilla frente a él, se abre de piernas, se pellizca los pezones y le susurra vete a saber qué, porque es en inglés, y llegados a este punto hace ya rato que cerró los ojos y nunca consigue leer los subtítulos en japonés.

Tampoco es que le haga falta entender qué dice la diosa porque, antes de los cinco minutos que dura la descarga, él ya se ha vaciado y resopla y jadea, satisfecho. «Mañana más», piensa, sonriendo, mientras recupera el resuello. Después alisa la sábana, esponja la almohada, tira los clínex mojados por el inodoro, se lava las manos en el fregadero y justo entonces llega del trabajo Keiko, su novia, con la que nunca practica sexo. Por pereza, por cansancio, por asco también, por mutuo desinterés hacia el otro cuerpo.

Hábitat

HÁBITAT

Lo de la ballena mirándole con curiosidad no se lo contaría al conserje de su empresa cuando al regresar le preguntase, como de pasada y sin interés, mientras estudiaba en un catálogo las ofertas del supermercado de la esquina, que qué tal las vacaciones. Cortaría el relato del avistamiento de cetáceos un poco antes, en lo del salto que dio en el aire y el coletazo que pegó, calando enteros a todos los de la embarcación. No, quizá eso era enrollarse demasiado; mejor le diría que apenas vio el lomo de unos calderones, y de lejos, que lo mismo podrían haber sido bolsas de plástico flotando en el océano.

Para antes de enredarse en detalles y caer en alguna contradicción, ya se habría abierto la puerta del ascensor y él, resoplando y aflojándose la corbata, se apresuraría a atrincherarse en su tugurio de seis metros cuadrados con ventanuco a un patio interior, encendería el ordenador y se pondría, con regocijo, a abrir y contestar correos, devolver llamadas perdidas, rellenar pólizas, esa rutina tan relajante, dejando atrás treinta y un días metido en su apartamento, sobreviviendo gracias al aire acondicionado y los folletos de excursiones en las Islas Canarias.

El padrino

EL PADRINO

¡Porca miseria!, reniega don Luciano cada domingo por la tarde. Cada vez le cuesta más empezar los lunes, porque organizar los turnos de trabajo a sus secuaces, ¿quién dijo que fuera fácil? Que si rebana la oreja de un secuestrado; que si prende fuego al automóvil de un policía; que si manda una cabeza de caballo dentro de una caja a un juez; que si friega bien la sangre de los fajos de billetes… Y además, para que todos mueran de envidia, tiene que representar el PAPEL de machote, ordenar traer a las putas más guarras y correrse en sus bocas de muñeca hinchable, ¡qué asco!, con lo a gusto que está él yendo a misa con su familia, trinchando un pavo asado en su casa y durmiendo la siesta después de hacer el amor con su mujer, «mi tesoro», en la postura del misionero y con la luz apagada.

 

Autopsia

AUTOPSIA

A Hilda le parece preciosa la letra del doctor. Mientras pone una lavadora con las sábanas sucias, observa admirada su caligrafía: eses como cuellos de cisne, mayúsculas que se estiran altivas, vocales saltarinas que parecen estar vivas. Lleva escrita una hoja entera sin tachones ni enmendaduras.

Ha venido en cuanto ella le telefoneó. Está sentado frente el cadáver del esposo, anotando la causa de la muerte. El desgraciado tiene el rostro como un pergamino, los labios morados y la lengua negra bajo el bigote gris. Hay vómito húmedo en el pijama y está hasta arriba de caca líquida, se ve que ha vaciado enteras las tripas, piensa el doctor mientras apunta en su cuaderno que una soga ficticia le quebró el cuello y murió asfixiado por ahorcamiento.

También piensa, mientras redacta una nota de suicidio llena de faltas de ortografía, que esa mujerona lujuriosa se ha pasado con el matarratas.

Voces

VOCES

Interrumpen el sueño de Clara dos gorriones que trinan alborotados en el alféizar de la ventana. «Algo va mal», murmura, amodorrada. Sin fuerzas para despegar los párpados, y aunque quisiera no oír nada, le deslumbra a través de la persiana la claridad del día y le llegan las bocinas de los coches, un frenazo en el asfalto, el bullicio del tráfico ahí abajo.

Contra su voluntad, cuenta las ocho campanadas del reloj de la iglesia. Lentamente, va percibiendo también los sonidos de alrededor: el goteo de un grifo mal cerrado, el despertador del vecino, una pinza que cae al patio. Y, de pronto, las voces. Al principio son un murmullo lejano, pero van acercándose a ella hasta susurrarle al oído, recriminándola, «qué haces sobre tu vómito, qué asco das, eres una desgraciada».

Se sienta en la cama y hunde la cara en la almohada, «no puedo más, no quiero oíros, marchaos», pero las voces no callan. Como se hace tarde, se recompone como puede y se seca las lágrimas para no alarmar a Laura al despertarla, y mientras le prepara el Cola-Cao y un bollo para el recreo calcula mentalmente que con dos blísteres, la próxima vez, no podrán despertarla.

 

Atrezo

ATREZO

Cuesta entender que las calles de Avalon amanecieran cada día ocupadas por tenderetes que ofrecían manzanas al visitante. Y no porque estuviesen podridas, o con gusanos, o picoteadas por las aves, nada de eso, al contrario. «One apple a day keeps the doctor away», podía leerse en las cajas que contenían ese fruto de un olor penetrante, de un color rojo, amarillo y verde que hipnotizaba, de un sabor, dulce o ácido, que hacía la boca agua.

Lo sorprendente era que en sus barrios y plazas había cientos, miles de manzanos a rebosar de frutas en sus ramas. Entonces, ¿para qué ir al mercadillo a comprarlas, si podías cogerlas gratis del árbol? Aquella mañana, todo parecía indicar que nada había cambiado y no se veía ni un solo ciudadano por las callejuelas desiertas, ni ningún vendedor detrás de la mercancía. Porque Avalon es una isla mitológica que unas veces sí, otras no, aparece entre las brumas de los pantanos.

martes, 14 de junio de 2022

Boletín de noticias

BOLETÍN DE NOTICIAS

Salvo cuando hay cortes de electricidad y para soportar el silencio que les rodea, el televisor de los Petrov está siempre encendido. Cada cincuenta minutos irrumpe en todos los canales un militar dando el parte de guerra y se llena la pantalla de imágenes tremendas: autobuses incendiados, hospitales sin ventanas, niños con vendas en la cabeza, muertos en las aceras.

En la despensa de los dos ancianos aún quedan arenques en conserva y mermelada de grosella. Resistirán, dicen, hasta que acabe la contienda. Mientras, se turnan con el mando a distancia para no ver los informativos, para no morir de pena.

En la Toscana

EN LA TOSCANA

Las manchas de tomate en el mantel de hilo se quitan vaya, algo tienes que frotar, pero las de vino son más complicadas. Por eso hay que dejarlo toda la noche a remojo en una palangana, con agua caliente y polvos de oxígeno activo, que ayudan a eliminarlas. A veces, cuando lo vas a tender, te das cuenta de que aún queda el cerquillo y hala, a repetir todo el proceso desde el principio: frotar, remojo, lavar y colgar para secar.

Y esto a otra persona le da igual, hay sirvientas que hacen su trabajo, terminan la jornada, luego dan las buenas noches y se van a la cama, sin que se les ocurran cosas raras. Pero Antonella no es una mujer muy equilibrada que digamos y cada día está más y más enojada, se enfurruña ella sola, porque nadie la escucha en esa casa. Ella propone poner manteles de papel, comer sopa, salmonetes al horno, patatas guisadas, y beber agua. Pero los Lombardi que no y que no, que quieren la mantelería fina, y el vino Chianti, faltaría más, y espaguetis a la boloñesa, para comer y cenar, y a la pobre Antonella la tienen tan rabiosa que por su cabeza están empezando a circular ideas descabelladas. Y no vamos a adelantar acontecimientos, que seguro que es un pronto y se le pasa, pero hoy se ha puesto a buscar en Internet cómo se hacen desaparecer las manchas de sangre en una colada.

Cinema

CINEMA

Cada año, la mañana de Navidad, conducía nuestro padre hasta el pueblo para traer a la tía Fuencisla. La llamábamos «tía y pico», porque era hermana o prima o pariente lejana de una bisabuela de mi madre. Realmente, nadie de la familia conocía su verdadera filiación, pero ya era tradición que por Navidad se sentase siempre a nuestra mesa.

Para la ocasión, la peluquera de su residencia le quitaba las horquillas del moño, le echaba un champú para dar volumen y le secaba el pelo al aire, para que quedase más suelto. Después en casa, había que tirar de ella para que dejara de mirarse en el espejo de la entrada. Se la veía feliz con su pelambrera morada y gris, aunque a mí me recordase a un león. Como además estaba media sorda y tenía un buen vozarrón, cada vez que abría la boca para pedir otro langostino o más moscatel, sonaba como un auténtico rugido y me parecía que temblaban las paredes y se movían las cortinas del comedor.

Recuerdo que al principio le tenía un poco de miedo. Pero después de los postres, mi hermano mayor me llevaba al sofá del salón y se sentaba entre ella y yo, y mientras seguía comiendo mazapán y turrón y bebiendo alguna copita más de aquel vino dulce tan cabezón, no paraba de contarnos unas historias entretenidísimas que escuchábamos con la boca abierta. Y después, justo antes de quedarse roque, siempre nos daba un billete de cien pesetas, con la condición de que nos lo gastásemos esa misma tarde en ir al cine a ver una película «de esas americanas en color».

Juegos de niños

JUEGOS DE NIÑOS

Le había prometido Mirta al hijo el regalo que quisiera si aprobaba el curso, convencida de que suspendería. Por eso se le puso esa cara de incredulidad y alegría cuando el niño, que no abría un libro ni de casualidad y estaba todo el día en la calle con los pandilleros, pasándose el balón, oyendo rap o fumando, que aunque él lo negaba ella no era tonta, que le olía el aliento, trajo las notas a casa: todo cincos pelados, pero el año que viene iría al instituto.

Pensaba que le pediría un patinete eléctrico, las zapatillas Air Jordan o un videojuego, pero cuando escuchó lo que quería se le ensombreció el semblante.

El juego de investigador forense o una cartuchera con revólver.

Lo que me faltaba, pensó, mi hijo de bandolero con un arma por el barrio. El dilema estaba entre elegir tener al niño husmeando por el piso en busca de ADN, rascando con el palito el sofá, el mando a distancia, las dos copas de vino de la noche anterior, recogiendo pelos de su almohada, de la toalla de la ducha, sacando sus bragas de la lavadora para recoger restos orgánicos y dibujando el retrato robot de su amigo Antón cada vez que venía a verla, arriesgándose a que se fuese de la lengua cuando el padre volviese el viernes por la noche con el camión… o las dichosas pistolas.

Y eligió, aun sabiendo lo que opinaban las otras madres de los juguetes bélicos.

 

Los últimos atlantes

 LOS ÚLTIMOS ATLANTES

Mientras tensaban las velas de las dos naves que aún flotaban y se proveían de manzanas, tiras secas de anguila, agua dulce, además de herramientas, planos y manuales de construcción, los únicos supervivientes presenciaban, a través de una nube de ceniza, cómo un río de lava incandescente engullía su isla. Todo el esplendor de una civilización levantada sobre aquella tierra fértil, protegida por dioses esculpidos en oro en templos que rozaban el cielo, se hundía en el océano.

Les llegaba el agua por el pecho cuando, entre lágrimas, se despidieron. Uno partiría hacia Egipto, el otro llegaría a la costa de México.

Malvas y blancas

MALVAS Y BLANCAS

Sale el sol aligerando de rocío las telarañas y despertando los aromas del campo: limón, lavanda, tierra mojada, estiércol fresco de vaca. Se oyen ladridos, ruido de tractores, el trino de aves alborotadas.

De estos sonidos y olores, Hanna no percibe nada. Cada mañana disimula los pinchazos en el pecho para no preocupar a sus compañeras del albergue, que intentan animarla charlando con ella, sacándola a pasear. Llega después la traductora y les enseña en español el nombre de algunas plantas: hortensias, margaritas, lirios, jaras.

Pero su mente está en su balcón, a miles de kilómetros de distancia. Allí tras el verano no sobrevivían ni azaleas ni camelias ni nada; se amustiaban en cuanto se debilitaban los rayos de sol. Además era tan pequeño que apenas cabían cuatro macetas, el tendal y la silla donde se sentaba Viktor a fumar. Siente otra punzada en el alma al recordar cómo le reñía cuando se encendía un cigarrillo, ¿no tragas bastante humo en la fábrica?, solía decirle, mientras le quitaba el paquete enfadada.

Hanna escucha esas palabras extrañas y reza en voz baja. Solo pide que su corazón resista, para poder regresar y depositar una corona de flores en su tumba improvisada.

 

 

Encantamiento

ENCANTAMIENTO

Le pareció mágica su luna de miel rural: el murmullo del arroyo acompañado del coro de ninfas y hadas, los cientos de cometas que surcaban un cielo de purpurina malva y, por supuesto, las caricias y el revuelo de sábanas en el colchón de agua.

Cuando los días de ensueño terminaron, ya todo le molestaba: el canto del gallo de madrugada, oír a cada hora las campanadas, las arañas dentro de la habitación, las vacas llenas de boñiga pegada…

Más adelante se enteraría de que aquello era lo normal; en un segundo se rompe el hechizo y pasas de novia a casada.

Sapiens

SAPIENS

Andan últimamente apáticas las musas, sin ánimo de acompañar al artista en sus momentos de éxtasis creador. Muchas no se levantan hasta después del mediodía y se pasan la tarde bostezando, deseando volverse al jergón.

Las que alumbraron aquellos cazadores abatiendo bisontes en las cuevas prehistóricas temen la ira de los animalistas; las del David desnudo, las bacanales renacentistas, la Lolita de Nabokov, causan indignación entre el sector más conservador; las de los cuentos infantiles como La Bella Durmiente o Caperucita son acusadas de tóxicas y sexistas; y las que inspiran las canciones de reguetón y desamor han sido condenadas a la hoguera y amordazadas en un rincón.

Una de las que aún resisten se presentó hace poco ante un escritor. Pero cuando este se bloqueó con un párrafo donde una puta negra de tetas flácidas era brutalmente sodomizada en un callejón del Bronx, la musa hizo ¡Plof! y desapareció.

 

 

domingo, 8 de mayo de 2022

Carnal

CARNAL

Se le ha pasado por la cabeza meter en el jacuzzi que hay en la azotea del chalé pirañas y así, cuando como cada tarde se sumerja junto a ella en el agua burbujeante mientras en el horizonte se diluye el sol y empiezan a parpadear estrellas, morir juntos, morir de amor, morir para siempre con su reina.

«Me estoy volviendo majara, ¿de dónde saco estas ideas?», se dice en un instante de lucidez, frotándose los ojos enramados de no dormir, que lleva cuatro días en vela desde que llegó la nueva doncella. Que dice que como el uniforme le aprieta, anda todo el día desnuda, y él solo de ver sus nalgas ya se marea. Y a nada que se descuida aparece silenciosa por detrás, le rodea la cintura con sus brazos color canela y desliza una mano por dentro del pantalón mientras chupetea golosa su oreja. Entonces es cuando él pierde la noción del espacio, del tiempo y hasta de la gravedad, y se convierte en el juguete de ella, que parece que nunca se cansa. Porque tras dejarle sobre la cama empapado en sudor, recuperando el aliento, se pone a probarse frente al espejo del vestidor, moviendo con gracia las caderas, bikinis y lencería de seda, como si fuera la dueña y señora de la mansión, ¡y qué bien que le sientan a la puñetera! Y en vez de ayudarle a ventilar, quitar el polvo, limpiar la piscina, llenar la despensa, podar los rosales, que la familia está al caer para comenzar su veraneo, lo tiene del todo hechizado, tan arrebatado que está perdiendo la razón y percibe borroso y desdibujado, o más bien no lo percibe, el límite entre amar y morir desmayado de amor.


miércoles, 4 de mayo de 2022

Zafarrancho

ZAFARRANCHO

Qué duro le estaba resultando a Marta comprobar que de la casita de chocolate apenas había quedado en pie alguna pared de turrón y poco más. El helado se había derretido y chorretones de fresa, vainilla y limón cubrían por completo toda la estancia. Las nubes de algodón estaban ahora esparcidas por el suelo, junto a chicles, caramelos y piruletas, y los bombones, mazapanes y regalices se amontonaban por todas las esquinas formando una maraña, como un bosque después de un vendaval.

Respiró hondo, retiró con un dedo una lagrimita tonta que estaba que si caigo, que si no, cerró de golpe el libro de cuentos y lo metió junto al resto de tebeos, cuadernos escolares y juguetes de Mario en una caja de cartón. ¡Ay, su chiquitín, dieciocho años ya, qué rápido pasa el tiempo!, pensaba abatida mientras se ponía —por fin— con la limpieza del trastero.

Vencida

VENCIDA

Hoy ni pinto mis labios de rojo, ni máscara en las pestañas,  ni colorete me pongo. Lo sorprendente es que miro mi cara lavada en el espejo del baño, sin maquillaje, ni pendientes, y siento que ya me da igual todo.

En cuanto dejen de temblarme las piernas saldré al descansillo, entraré en el ascensor y daré al botón, pero no del bajo, sino del último piso. Me he metido en la braga un destornillador para romper el cerrojo de la puerta de la azotea. Entraré y caminaré los cuatro pasos que hay hasta el borde. A partir de ahí, terminará toda esta angustia, toda esta miseria. Después, levantarán los bomberos mi cuerpo del asfalto y vendrá el juez. Unos ignorarán, otros se burlarán, de mis uñas pintadas, mi cuerpo depilado, la silicona…  Seré Miguel, un hombre más en las estadísticas y no Fanny, la mujer que siempre quise ser.

 

Vapores etílicos

VAPORES ETÍLICOS

Le pilló a Cayetano el fatal accidente de su tío con tal cogorza que en el velatorio no fue capaz de sacarse de la cabeza el estribillo del tema que sonaba en el tugurio donde estaba cuando recibió la noticia:

    «Pero al loro,


    que el destino es un maricón,


    sin decoro,


    te da champán y después chinchón…»


Así todo el puñetero día, con ese runrún en plena resaca. Más soportable sería, pensaba exasperado, la tortura china de la gota de agua en la frente cada cinco segundos.

Tan rayado estaba que empezó a valorar si ahorcarse con el cinturón en el hueco de la escalera del tanatorio, o salir de allí corriendo y que le atropellara un camión, o tirarse por un puente a la autovía… Pero después de dos Coca-Colas se lo pensó mejor, que todavía faltaba de leer el testamento, y para morir, siempre hay maneras y maneras

Underground

UNDERGROUND

Del trabajo a casa, de casa al trabajo y vuelta a empezar. Así pasan la vida, yendo en metro de sus barrios al centro, Linda, becaria; Harry, cajero en un banco; James, ascensorista; Amanda, vigilante de museo; Billy, camarero en un Starbucks. La mayoría, locos por que termine la semana y llegar a sus hogares, descalzarse, tumbarse en el sofá, hacer cosquillas al hijo pequeño, darse un baño caliente, tomarse una copa de vino escuchando jazz. Y alguno, como Curtis, músico callejero, alargando su jornada hasta que cierra la última tienda, el último bar, para no tener que volver a su pensión. Le pone tan triste meterse en ese cuartucho sin ventana, que se dedica a ir haciendo trasbordos, de una punta a otra de la ciudad. Su línea favorita es la circular, que es la más larga. Calentito, rodeado de gente y con buena iluminación, resuelve sudokus y crucigramas, sonríe a todo el mundo, cede el asiento a ancianas y cojos, y cuando empieza con el primer bostezo se va preparando para bajar.

Un poco de sal

UN POCO DE SAL

Que no, que no, que me he prometido que esta vez no abro y punto. Que son las once y pico y mañana tengo que madrugar, doy una clase a las ocho. Me he puesto los tapones de espuma, he cerrado la puerta de la habitación, he hundido la cabeza debajo de la almohada, pero nada, imposible no oír los timbrazos. Tampoco me ha servido quedarme inmóvil en la cama y hacerme el dormido. Laura, la nueva vecina de abajo, sabe que estoy, fijo que lo sabe. Porque aunque me moví por la casa en zapatillas para que no crujiera el parqué, cené a oscuras un yogur en la cocina y no encendí ni la radio ni la tele, me habrá oído tirar de la cisterna, vaya fallo el mío, siempre se me olvida.

No tengo ninguna fuerza de voluntad, cuántas veces lo repitió mi madre y qué razón tenía, pienso mientras me pongo unos vaqueros que me ajustan muy bien y una camiseta limpia. Y así, con el pelo revuelto y descalzo, abro la puerta de la entrada y ahí está ella, junto al ascensor, con su melena caoba y su olor a jazmín, que viene a pedir un poco de sal y un limón, y que si la acompaño para ayudarla a abrir una botella de tequila, que no quiere que se le rompa una uña, y que si he oído el nuevo disco de Dorian, que lo acaba de comprar, ya verás qué bien suena. Y aunque sea martes y mañana tenga una jornada maratoniana, bajo con ella, hipnotizado por su perfume embriagador y su sedosa melena.

 

Últimas voluntades

 ÚLTIMAS VOLUNTADES

Anda que no lo repitió Maruja mil veces, ¡si hasta lo dejó firmado en una hoja! «Cuando me muera no quiero misas, ni curas, ni bendiciones, ni olor a incienso, ni una cruz en mi caja, ni hostias en vinagre». Pero el dichoso papel no aparecía por ningún sitio. Algunas de las residentes que la conocían bien insistían que cualquiera que la hubiera tratado sabría perfectamente lo anticlerical que era aquella mujer. Sus razones tendría, decían, aunque los demás no las compartiesen.

Pero no hubo manera. Cuando un anciano fallecía se avisaba al sacerdote y se celebraba el funeral en la capilla del asilo, que para muertes a la carta no estaba esa institución.

Lo único que pudieron hacer por ella sus amigas, insistiéndole mucho al de la funeraria, fue convencerle para que le colocara los brazos a la espalda y pusiera los dedos corazón cruzados sobre los dedos índice.

 

 

Tempus fugit

TEMPUS FUGIT

Fue apearse del taxi, subir a la habitación del hotel, contemplar desde la terraza el azul del Mediterráneo, abrir las maletas, ponerse las chanclas y el bañador, bajar corriendo a la playa, zambullirse en el agua… y de pronto invadirle esa deliciosa sensación de ingravidez que tantos meses llevaba esperando. Once, concretamente.

Después del chapuzón se tumbó sobre la toalla, dejándose arrullar por el vaivén de las olas. «Aah, todo agosto por delante», pensó dichoso mientras cogía un puñado de arena y lo veía escurrir entre los dedos. Pero de repente sintió que la tierra se lo tragaba, como cuando se arremolina el agua en el sumidero o volteas un reloj de arena. Esto último se le ocurrió mientras era arrojado al otro lado; de pequeño se le hacía eterno mirar el hilillo cayendo, pero en aquel momento le pareció más breve que un parpadeo.

No fue hasta que su mujer encendió la luz de la mesilla y le dio un codazo «eh, despierta»— cuando comprendió que el eco impreciso que le taladraba el cerebro era el despertador, que estaba en su cama de siempre y que eran las siete de la mañana del lunes uno de septiembre.

TAS

TAS

Faltan solo veinte minutos para terminar su turno, ya pronto amanecerá, y Pedro, el vigilante de la planta química, está muy cabreado, le da mucha rabia reconocer que al final va a tener que pedir cita en el médico, no quería admitirlo pero tiene la memoria fatal, cada vez con más lagunas, y no es de hoy, que lleva semanas que no sabe dónde deja aparcado el coche o se olvida de comprar el pan, que mira que le insiste su mujer cada noche antes de despedirle, lo rico que está calentito para desayunar, recién salido del horno, pues nada, él lleva ya un buen rato mordiéndose la lengua de lo enfrascado que está, le sabe la boca un poco a sangre pero ni se ha enterado de que tiene los dientes clavados, y con el boli pasa algo igual, está rasgando la hoja del pasatiempos al concentrar en ella toda su frustración, y ni el ruido ensordecedor de las sirenas, ni las luces rojas de alarma, ni el humo que va llenando la sala, ni las chispas que le están chamuscando el pelo y la chaqueta del uniforme llega a notar, empecinado como se halla en que le salga la dichosa palabra del autodefinido, tres letras: «yunque de platero».

Sus labores

SUS LABORES

Hace un par de semanas, mientras Marushka quitaba a paladas la nieve del tejado de su cabaña, resbaló y cayó desde gran altura, rompiéndose una pierna y las dos muñecas. A sus noventa años, acostumbrada a hacer ella todo lo de la casa, da ahora órdenes al marido desde la cama.

—¡Alexei, hace media hora que te he pedido el orinal!
—¡Alexei, atiza la chimenea, que me estoy quedando helada!

—¡Alexei, échale agua y hierba a la cabra!
—¡Alexei, eres un inútil, te estás haciendo viejo!

Y el pobre anciano, que lo único que sabía hacer era beber vodka en la cantina y cantar con sus amigos, tuvo que ponerse el delantal y obedecer, qué remedio. Por suerte, está aprendiendo rápido y lo que más le gusta son los fogones. Ya sabe preparar paté de caviar y unos arenques con salsa agria que consiguen dejar boquiabierta a su exigente mujer.

 

 

Superstar

 SUPERSTAR

Sombra aquí, sombra allá. Colorete para realzar los pómulos, labios perfilados y carmín rojo con efecto gloss. Dientes alineados del color de la porcelana blanca. Agua oxigenada para aclarar la melena de ella, el tupé de él. Chaqueta de lentejuelas para él, vestido de látex negro para ella, marcando las tetas o, mejor dicho, dejando media teta fuera. Mucho brilli brilli, glamour y purpurina, gafas de diseño, manicura perfecta.

Pero nada de esto ve Wendy en el televisor de su cocina, mientras fríe en aceite unas arepas para la cena. Ella tiene la mirada fija en la larguísima alfombra roja que sale en todas las imágenes: inmaculada, sin arrugas, perfectamente dispuesta. Y se siente muy orgullosa de la tarea bien hecha.

Río revuelto

 RÍO REVUELTO

El domingo que se desbordó el río que atravesaba el pueblo lucía un sol espléndido, así que todos los chavales estaban jugando en los columpios donde la chopera. A Lino no le dejábamos ir allí, porque es muy torpón y temíamos que pudiera resbalar y llevárselo la corriente, pero algunas veces desobedecía, dejaba encendida la tele y salía sigilosamente.

Aquel día de marzo soplaba con tanta fuerza el sur que derritió de golpe la nieve de las montañas, provocando una gran riada. Cuando vimos que Lino no estaba en casa, salimos para allá corriendo, pero las aguas turbulentas arrastraban todo a su paso y contemplamos impotentes cómo era engullido por el lodo.

Como a esa edad hay muchos niños similares a él, mi marido y yo cruzamos una mirada de apremio y no tardamos ni un segundo en tomar la decisión de empujar al río a los papás de Telmo.

Pura

 PURA

Mientras vemos en la tele un programa después de dar la cena y acostar al abuelo, Pura señala la pantalla y me dice que me fije en los labios carnosos de una, en el culo respingón y las tetas firmes de otra, en aquella cintura de guitarra de la de más allá. Y, de manera inconsciente, se lleva las manos a su tripita y a su seno derecho, el otro no está, y la veo tan triste que le tomo suavemente de la barbilla, giro su cara hacia mí, beso sus párpados, su nariz, hasta que consigo sacarla una sonrisa, y sigo besando sus patas de gallo, sus arruguitas de reír, sus ojeras hinchadas y siento en lo más profundo de mi corazón que es del todo imposible amar a nadie así.

Paseo

 PASEO 

Con mi amigo Nacho nunca me aburría. Siempre que íbamos a algún sitio, se fijaba en los detalles más inesperados: un búcaro en el cuadro de «Las Meninas», un grafiti de Banksy en la pared del baño de una tasca, el móvil 5G que asomaba en el bolsillo de un mendigo, un tendal donde ondeaba la máscara de un payaso… Algunos domingos de invierno, de esos de lluvia tediosa y aburrimiento, le llamaba para dar una vuelta por alguna parte desconocida de la ciudad. Me encantaba descubrir, a través de su mirada, sus calles y plazas; incluso en aquellas que habitualmente recorría, me señalaba alguna particularidad en la que ni me había fijado.

Hace un par de años quedamos para hacer un itinerario por el barrio fantasma: una zona deshabitada por estar sus edificios enfermos debido a «un conjunto de molestias y males como la mala ventilación, la descompensación de temperaturas, humedades, partículas en suspensión y gases y vapores químicos» y no sé qué más, porque no me dio tiempo a terminar de leerlo en el código QR que había a la puerta de una librería cerrada. Un golpe de viento arrancó de la fachada el letrero oxidado de «Libros» que estaba justo encima de donde se encontraba Nacho.

Desde entonces me quedó por dentro como un temor a la exploración y la aventura que antes tanto disfrutaba. Por eso ya solo viajo en excursiones organizadas, nada de improvisación, con todos los circuitos, comidas y hoteles programados. Sin embargo, siempre, siempre, y gracias a aquellas salidas con Nacho, descubro algún detalle oculto en el lugar más inesperado.

 

Órganos

 ÓRGANOS

No se han olvidado de traer un par de botellas de whisky, hielos y unos vasos largos, porque lo de hoy es como para celebrarlo: un condenado a muerte de solo dieciocho años, con su hígado rosado, sus pulmones intactos, los riñones en perfecto estado.

—¡Esto no se ve todos los días! —brindan los cirujanos mientras realizan la extracción.

El quirófano es clandestino, sí, pero los funcionarios y toda la cadena de mando están conchabados, todos se llevan su comisión. Y además, ¿qué hay de malo en que las vísceras de un negro descarriado terminen sirviendo de algo?, comentan entre ellos, mientras se pegan sus buenos lingotazos.

Lo de sacar los ojos del ajusticiado lo dejan siempre para el final, porque asomarse al pozo oscuro de su mirada llena de pánico, de súplica, de terror y desesperación, es mejor hacerlo cuando ya están totalmente borrachos.

Océanos

 OCÉANOS

Ir pisando arena en la exposición de fotografías del comandante Jacques Cousteau le da un encanto especial. Ver por las esquinas caracolas y conchas, la espuma del mar salpicando las paredes y hasta algún cangrejo huyendo hacia atrás y amenazando con sus pinzas es algo que fascina al público que la visita. Si añadimos, además, el olor a algas y salitre y los graznidos de gaviotas y cormoranes que envuelven la galería, todo el mundo coincide en que es una experiencia única que no hay que perderse en esta vida.

Lo que a la gente menos le gusta es salir de allí con cagadas de pájaro en su pelo y abrigos.

Obra póstuma

 OBRA PÓSTUMA

En su última exposición, el joven artista iba de acá para allá tambaleándose, mecido por la espuma del champán y la heroína. Mientras, el dueño de la galería se frotaba las manos; había acordado con el pintor unos precios muy elevados y como lo más chic de New York no iba a perderse tal acontecimiento, se estaba vendiendo todo de maravilla.

En pleno colocón, el artista metió las manos en unos frascos de témpera y pintarrajeó una chaise longue que había en una esquina y una Bultaco. Y si te acercabas lo suficiente a él y tenías la suerte de que diese un traspié, tropezara y apoyase su mano pringosa en tu chaqueta o vestido, te ibas a casa con una obra de arte puesta. ¡Que ni se te ocurriera meterla a la lavadora!

Para cuando, dos horas más tarde, vino una ambulancia y se lo llevó en coma al hospital, ya no quedaba nada por vender, así que todas las miradas se dirigieron a la moto y el sofá, que no estaban en el catálogo, y comenzaron a hacer pujas.

 

"Novedades Paquita"

 «NOVEDADES PAQUITA» 

Le costó a Paquita decidirse a contratar un CEO y un Community Manager para reflotar su negocio. «Reinventarse», habían dicho ellos. Desde que pusieron una franquicia de la competencia en el local pegado al suyo no le alcanzaba ni para pagar la renta, y eso que era un alquiler antiguo y su género mil veces mejor.

Les dejó la llave un viernes por la tarde y marchó el fin de semana a donde su tía al pueblo. Cuando el lunes fue a abrir, se encontró la acera llena de vecinas que murmuraban entre sí. Lo primero que vio fue el nuevo letrero: ahora se llamaba «Françoise París». Muy chic le pareció. Después se fijó en el escaparate: estaba lleno de neones y cosas que no guardaban relación con su actividad empresarial, y letreros que ponía que si Season, que si Sales, que si Outlet, que si Spring. Pero lo importante, le había dicho el CEO, era llamar la atención, que la gente se fijara, que todo el mundo se parase a mirar.

Lo de dentro había quedado muy en plan minimalista, más neones y pocos percheros y baldas. Tardó un rato en hacerse con el lugar y encontrar las prendas. Se fijó en las etiquetas de los precios y ahí sí que alucinó: casi el doble habían subido los precios en aquellos dos días.

Pero conforme avanzaba la mañana y la calle iba llenándose de gente, empezó a entrar clientela a mirar, a preguntar y a probarse, y Paquita, toda una profesional de lo suyo, pues encantada haciendo lo que mejor se le daba: asesorando de bragas de puntillas o algodón, sujetadores con aros o sin, fajas, rellenos, pantis, encajes y satén.

 

 

Noches de verano

 NOCHES DE VERANO

Durante aquel verano de 1985 coincidíamos cada noche en la discoteca del puerto. En cuanto terminaba en la tienda de souvenirs de mi tío, me iba para allá corriendo y sentadas en la barra solían estar Irene y su prima Bea. Bea cada día más guapa, el pelo más rubio y la piel más bronceada. Me atrevería a decir, incluso, que la falda más corta y la camiseta de tirantes más pegada, marcando los pezones y dejando ver claramente la redondez de sus tetas. Todos los chicos andaban tras ella, y se turnaban para invitarla a porros o cervezas, para después meterle la lengua en la boca, el dedo por abajo o lo que se pudiera, que cada vez estaba más suelta.

Había siempre un corrillo en torno a Bea que Irene y yo aprovechábamos para escapar de las miradas y meternos debajo de una barca varada en la arena.

 

Melancolía

 MELANCOLÍA

Cada sábado el recluso Chester W. Jones espera impaciente a que abran la biblioteca de la penitenciaría para devolver la revista de la semana anterior y recoger con ilusión una nueva. Con el carné de lector y una cuota simbólica de un dólar al año, se ha suscrito a todas: de coches, de bricolaje, de decoración del hogar, de recetas de cocina. Las de porno y tías desnudas, que eran las que le obsesionaban de joven antes de que le enchironasen, esas no, esas las tiene prohibidas. 

Cuando llega un nuevo ejemplar, corre a recluirse en su celda, se acomoda en el camastro, lo abre y mete la nariz entre sus páginas. Primero emplea unos minutos en aspirar el olor del papel cuché y, una vez saciado, se centra en las fotos de los anuncios, que es lo único que le conecta con la vida. Se deleita entonces con el aroma de los perfumes, Chanel y Lancôme son los que más le gustan. Luego pasa la lengua por las hojas donde hay botellas de ron, de tequila, y sigue avanzando por la revista dejando que sus dedos acaricien el pantaloncito o la faldita de cada niña, sus labios se posen en los de cada mujer y sus ojos se llenen de sus pechos voluptuosos, de sus sonrisas dentífricas, de sus caras de felicidad, de su alegría.

A lo largo de la semana manosea, olisquea y chupetea repetidamente la publicación hasta el sábado siguiente, que la devuelve toda húmeda y descolorida. Y con cada nueva entrega no tarda en hacérsele la boca agua al recluso Chester W. Jones mientras se dirige a toda prisa a su celda. 

Mascotas

 MASCOTAS 

La habitación de Candy estaba siempre perfectamente arreglada: cada juguete en su sitio, cada cosa en su lugar. Y limpísima. Pasabas un dedo por cualquier balda y ni una mota de polvo; en la moqueta, ni una pelusa ni un calcetín tirado. Abrías el armario y te encontrabas sus falditas dobladas con esmero y las blusas colgadas en perchas, ordenadas por colores. Los zapatitos, relucientes; las playeras, sin barro ni nada. Todo así, en ese plan.

Además era ella quien lo hacía, no su mamá. Su mamá solo entraba cuando la nena estaba en el cole, y solo cuando olía mal. Retiraba entonces algún animalillo recogido en la calle. Esta mañana, por ejemplo, encontró en una caja de cartón los tres cadáveres mutilados de tres ratas enormes, menudo asco le dio, todo salpicado de vísceras y sangre. Por lo demás, quitando esa manía, su Candy era tan adorable, tan angelical.

Lo sustancial

 LO SUSTANCIAL

«¡No me lo puede creer!», grita Matilda fuera de sí, yendo de un lado para otro de la habitación donde se está vistiendo, «¡esto no puede estar sucediendo!». Un año entero preparando la boda, todo tan bien organizado, y justo unos minutos antes de salir, cuando ya no tiene arreglo, va y le tiene que pasar esto. Con lo laborioso que fue conseguir un sábado de agosto la ceremonia en la catedral, encontrar una limusina blanca con asientos de cuero, la reserva del restorán del club, el banquete de diseño, reunir a unos invitados tan selectos, la orquesta más chic del momento, fuegos artificiales y cóctel de champán, fiestón y Paquito el Chocolatero. Todo calculado al milímetro, hasta el más mínimo detalle del uniforme de los camareros. Y su traje de novia, lo más de lo más, realzando a tope su moreno y su nueva talla de pecho.

Pero los nervios, las prisas, el ponme el moño más tieso, un manotazo sin querer en el espejo ¡y adiós a la uña del dedo donde iba a ir el anillo! Un horror, se desespera Matilda imaginando las fotos de recuerdo. Un drama, una tragedia, se dice mientras posa su mirada en la tele que alguien ha puesto. El boletín de noticias lo ocupa desde hace una semana la erupción de un volcán en Japón. Decenas de muertos sepultados bajo la lava, pueblos enteros borrados de la faz de la Tierra, pero a Matilda eso qué más le da, si está muy lejos. Lo realmente grave es que hoy iba a ser su gran día y la ruina de verdad es lo de su uña partida.

Las palabras son cansancio

LAS PALABRAS SON CANSANCIO 

«No resistiré otro golpe», gimió Gustavo mientras aquel peso pesado le empujaba contra una esquina del cuadrilátero. «A m´hija le quedan las lentejas… Mmm». Era una lucha desigual que su contrincante aprovechaba con cada gancho. «Fíjate qué sarpullido tengo aquí…». La gorda no descansaba y el siguiente directo le dejó contra las cuerdas. «Este es Lucas, mi sobrino nieto, a que es gracioso…», le espetó con voz triunfante pegándole la pantalla del móvil a la nariz.

Cuando sonó la campana y se abrió la puerta del ascensor, Gustavo se juró y perjuró que en adelante subiría andando hasta su oficina.

 

La vida misma

 LA VIDA MISMA

Cerró su Instagram nada más casarse y nacer la cría y borró todas sus fotos. No dejó ni una. En ellas aparecía siempre en situaciones de lo más temerario y provocador: o estaba haciendo el pino con una mano en el borde de una azotea nevada, o colgada bocabajo de un puente sobre la M30, o saludando con todo el cuerpo fuera de un vagón de metro a punto de entrar en un túnel… En unas lucía un bikini diminuto o un vestido de tirantes, siempre tan mona y glamurosa, y en otras llevaba puesto un abriguito sin nada debajo. Aún le tiembla el cuerpo al recordar las tonterías que hacía, ¡con lo friolera que era y el vértigo que tenía! Pero nada comparado al pánico que siente ahora que su hija de diez años, tan parecida a ella, ha conseguido que su ex le regale un móvil 5G.

La señora Williams

 LA SEÑORA WILLIANS

Vivir en mitad de un bosque a treinta kilómetros del pueblo más cercano tiene sus ventajas. La principal, a juicio de Harriet, es la ausencia de miradas indiscretas, de visitas inesperadas, de dimes y diretes, de murmullos y cotilleos. Se vino hace siete años a vivir a esta cabaña de un antepasado suyo y, según sus cuentas, pronto, muy pronto, podrá mudarse al apartamento soleado frente a la costa californiana que está pagando. Ya falta menos para abonar la última letra.

El inconveniente es que, si se descuida y no airea y limpia con la suficiente frecuencia, entra la maleza y lo invade todo. Lo que más lata le da es quitar el musgo, las raíces y las enredaderas del cárdigan de Arthur, porque le resulta súper laborioso volver a meter las mangas al cuerpo amojamado del difunto marido a quien, después del telele que le dejó tieso hace siete años, mantiene escondido para poder seguir cobrando su pensión.

La felicidad era aquello

 LA FELICIDAD ERA AQUELLO 

Mientras yo crecía no me daba cuenta de que el abuelo iba haciéndose viejo, pero siempre encontré tiempo para escuchar sus relatos de habitantes del bosque, de animales fantásticos, de lejanos reinos.

¡Con cuanto cariño le recuerdo! Estaba siempre jugando conmigo o contándome cuentos. Gesticulaba con la cara y las manos y con una voz riquísima en matices —lo mismo era un granjero, una bruja, un cerdito, una piedra o hasta el viento— se inventaba mil historias. Un día, mientras describía una tormenta de nieve sobre las casas de los elfos, el abuelo se perdió para siempre entre la bruma y aunque se fueron disipando sus pensamientos y empañando su mirada, nunca se apagó aquella luz chispeante en sus ojos. Desde entonces hablaba solo, o a las paredes, o al fuego, pero escuchándole supe que sus últimos días los pasó feliz, muy bien acompañado por los personajes de sus cuentos.

 

 

Juego de niños

 JUEGO DE NIÑOS

Entre el sol abrasador que caía sobre sus cabezas durante el día, las heladas nocturnas, las botellas de aguardiente que bebían para combatir el frío y poder conciliar el sueño y su extrema juventud apenas sumaban entre ambos cuarenta años, los dos aspirantes a combatientes perdieron el juicio tras cuatro meses de prácticas en pleno desierto.

Una noche, tras su segunda botella, danzaron con el viento y jugaron a la ruleta rusa. Fue Shafik quien apoyó el arma en su boca y disparó. Afortunadamente, la bala salió por la oreja causando solo una herida, pero al sentir el sabor de la sangre cayó desplomado del susto.

Con tanto alcohol en su debilitado cuerpo, soñó que lo habían enterrado en un reloj de arena. Y que irremediablemente, cada minuto, era engullido y arrojado al otro lado del mismo.

Cuando despertó con aquella terrible resaca, juró que jamás volvería a beber.

I + D

 I + D 

Daba gloria ver las vacas de Manuel, con las ubres tan llenas y sin pegotes de boñiga en las patas. Durante la mañana pastaban por las brañas, al atardecer sesteaban a la sombra de fresnos y hayas y por la noche las lavaba con agua tibia y las cepillaba. Después les ponía jazz, para que se relajaran.

Había instalado unos altavoces en el establo y al comprobar que la producción de leche aumentaba, colgó de una pared una pantalla gigante donde, antes del amanecer, proyectaba vídeos de verdes praderas y toros bravos. Entre la paja donde dormían, puso como adorno unas esculturas de piedra granulada que ellas aprovechaban para rascarse la testuz.

Tanta leche daban que a Manuel se le ocurrió elaborar un queso de nata que le salió riquísimo.

—Eres un artista —decían quienes lo probaban. Pero él, humilde, insistía en que todo el mérito era de las vacas».

Enamorada

 ENAMORADA

Qué guapa va Melody, camino del altar. Por fuera, da gusto verla: la piel color canela, ¡nada de rayos ultravioleta!, gracias a los paseos en yate por la costa caribeña. El vestido de diseño, de Yves Saint Laurent, en tonos pastel y con escote de balcón, por donde se asoman a saludar a quien quiera mirar sus tetas. También lleva una tiara de diamantes que ya quisiera para sí la reina de Inglaterra. Aunque lo que más llama la atención, si uno se fija bien, es el brillo intenso de sus ojos.

Pero por dentro, en cambio, la pobre va fatal: los intestinos, desde el amanecer, es un no parar, con retortijones y diarrea; el estómago no lo ha tenido nunca más revuelto, ni después de una noche de champán y desenfreno; tiene la piel de gallina, y eso que el termómetro marca treinta grados y subiendo; y en la boca, nota el sabor del vómito que pugna por salir, pero ella traga, disimula y sonríe a los fotógrafos del papel cuché, que venga flashes y más flashes, vaya mareo.

Uno podría pensar que es que anoche estuvo de juerga y que el resacón es de primera. O que la leche del desayuno estaba agria y ahora tiene un corte de digestión. O que la mujer es nerviosa y oye, que se casa, y es normal que esté atacada. Pero mira, no, no es nada de eso. Lo que siente es un asco tremendo, un desprecio absoluto hacia su persona por casarse con ese anciano millonetis que cada día le firma los cheques para gastar en joyas y ropa cara en las más lujosas boutiques, y por las noches le exige que le chupe su verga fláccida hasta que se pone un poco dura y correrse, que a veces tarda horas. Y la pobre chica lo sobrellevaba bien, se había puesto mentalmente en modo aséptico con el viejo, hasta que cayó enamorada «nunca me enamoraré de un muerto de hambre», se había prometido al salir de su pueblo en Arkansas del jardinero, un vikingo de casi dos metros.

Por eso la muchacha se halla ahora en esta disyuntiva: su corazón late desbocado por Haakoon mientras que sus ojos, como el Tío Gilito, brillan deslumbrados por el destello del dinero.