martes, 14 de junio de 2022

Malvas y blancas

MALVAS Y BLANCAS

Sale el sol aligerando de rocío las telarañas y despertando los aromas del campo: limón, lavanda, tierra mojada, estiércol fresco de vaca. Se oyen ladridos, ruido de tractores, el trino de aves alborotadas.

De estos sonidos y olores, Hanna no percibe nada. Cada mañana disimula los pinchazos en el pecho para no preocupar a sus compañeras del albergue, que intentan animarla charlando con ella, sacándola a pasear. Llega después la traductora y les enseña en español el nombre de algunas plantas: hortensias, margaritas, lirios, jaras.

Pero su mente está en su balcón, a miles de kilómetros de distancia. Allí tras el verano no sobrevivían ni azaleas ni camelias ni nada; se amustiaban en cuanto se debilitaban los rayos de sol. Además era tan pequeño que apenas cabían cuatro macetas, el tendal y la silla donde se sentaba Viktor a fumar. Siente otra punzada en el alma al recordar cómo le reñía cuando se encendía un cigarrillo, ¿no tragas bastante humo en la fábrica?, solía decirle, mientras le quitaba el paquete enfadada.

Hanna escucha esas palabras extrañas y reza en voz baja. Solo pide que su corazón resista, para poder regresar y depositar una corona de flores en su tumba improvisada.