MALVAS
Y BLANCAS
Sale el sol aligerando de
rocío las telarañas y despertando los aromas del campo: limón, lavanda, tierra
mojada, estiércol fresco de vaca. Se oyen ladridos, ruido de tractores, el
trino de aves alborotadas.
De estos sonidos y olores, Hanna
no percibe nada. Cada mañana disimula los pinchazos en el pecho para no
preocupar a sus compañeras del albergue, que intentan animarla charlando con
ella, sacándola a pasear. Llega después la traductora y les enseña en español
el nombre de algunas plantas: hortensias, margaritas, lirios, jaras.
Pero su mente está en su
balcón, a miles de kilómetros de distancia. Allí tras el verano no sobrevivían
ni azaleas ni camelias ni nada; se amustiaban en cuanto se debilitaban los
rayos de sol. Además era tan pequeño que apenas cabían cuatro macetas, el
tendal y la silla donde se sentaba Viktor a fumar. Siente otra punzada en el
alma al recordar cómo le reñía cuando se encendía un cigarrillo, ¿no tragas
bastante humo en la fábrica?, solía decirle, mientras le quitaba el paquete
enfadada.
Hanna escucha esas palabras
extrañas y reza en voz baja. Solo pide que su corazón resista, para poder
regresar y depositar una corona de flores en su tumba improvisada.