martes, 14 de junio de 2022

Cinema

CINEMA

Cada año, la mañana de Navidad, conducía nuestro padre hasta el pueblo para traer a la tía Fuencisla. La llamábamos «tía y pico», porque era hermana o prima o pariente lejana de una bisabuela de mi madre. Realmente, nadie de la familia conocía su verdadera filiación, pero ya era tradición que por Navidad se sentase siempre a nuestra mesa.

Para la ocasión, la peluquera de su residencia le quitaba las horquillas del moño, le echaba un champú para dar volumen y le secaba el pelo al aire, para que quedase más suelto. Después en casa, había que tirar de ella para que dejara de mirarse en el espejo de la entrada. Se la veía feliz con su pelambrera morada y gris, aunque a mí me recordase a un león. Como además estaba media sorda y tenía un buen vozarrón, cada vez que abría la boca para pedir otro langostino o más moscatel, sonaba como un auténtico rugido y me parecía que temblaban las paredes y se movían las cortinas del comedor.

Recuerdo que al principio le tenía un poco de miedo. Pero después de los postres, mi hermano mayor me llevaba al sofá del salón y se sentaba entre ella y yo, y mientras seguía comiendo mazapán y turrón y bebiendo alguna copita más de aquel vino dulce tan cabezón, no paraba de contarnos unas historias entretenidísimas que escuchábamos con la boca abierta. Y después, justo antes de quedarse roque, siempre nos daba un billete de cien pesetas, con la condición de que nos lo gastásemos esa misma tarde en ir al cine a ver una película «de esas americanas en color».