CINEMA
Cada año, la mañana de
Navidad, conducía nuestro padre hasta el pueblo para traer a la tía Fuencisla. La
llamábamos «tía y
pico»,
porque era hermana o prima o pariente lejana de una bisabuela de mi madre.
Realmente, nadie de la familia conocía su verdadera filiación, pero ya era
tradición que por Navidad se sentase siempre a nuestra mesa.
Para la ocasión, la peluquera
de su residencia le quitaba las horquillas del moño, le echaba un champú para dar volumen y le
secaba el pelo al aire, para que quedase más suelto. Después en casa, había que
tirar de ella para que dejara de mirarse en el espejo de la entrada. Se la veía
feliz con su pelambrera morada y gris, aunque a mí me recordase a un león. Como
además estaba media sorda y tenía un buen vozarrón, cada vez que abría la boca
para pedir otro langostino o más moscatel, sonaba como un auténtico rugido y me
parecía que temblaban las paredes y se movían las cortinas del comedor.
Recuerdo que al principio le
tenía un poco de miedo. Pero después de los postres, mi hermano mayor me
llevaba al sofá del salón y se sentaba entre ella y yo, y mientras seguía
comiendo mazapán y turrón y bebiendo alguna copita más de aquel vino dulce tan
cabezón, no paraba de contarnos unas historias entretenidísimas que escuchábamos
con la boca abierta. Y después, justo antes de quedarse roque, siempre nos daba
un billete de cien pesetas, con la condición de que nos lo gastásemos esa misma
tarde en ir al cine a ver una película «de esas americanas en color».