PASEO
Con mi amigo Nacho nunca me aburría.
Siempre que íbamos a algún sitio, se fijaba en los detalles más inesperados: un
búcaro en el cuadro de «Las Meninas», un grafiti de Banksy en la pared del baño
de una tasca, el móvil 5G que asomaba en el bolsillo de un mendigo, un tendal
donde ondeaba la máscara de un payaso… Algunos domingos de invierno, de esos de
lluvia tediosa y aburrimiento, le llamaba para dar una vuelta por alguna parte
desconocida de la ciudad. Me encantaba descubrir, a través de su mirada, sus
calles y plazas; incluso en aquellas que habitualmente recorría, me señalaba
alguna particularidad en la que ni me había fijado.
Hace un par de años quedamos para hacer
un itinerario por el barrio fantasma: una zona deshabitada por estar sus
edificios enfermos debido a «un conjunto de molestias y males como la
mala ventilación, la descompensación de temperaturas, humedades, partículas en
suspensión y gases y vapores químicos» y no sé qué más, porque no me
dio tiempo a terminar de leerlo en el código QR que había a la puerta de una
librería cerrada. Un golpe de viento arrancó de la fachada el letrero oxidado
de «Libros» que estaba justo encima de donde se encontraba Nacho.
Desde entonces me quedó por dentro como
un temor a la exploración y la aventura que antes tanto disfrutaba. Por eso ya
solo viajo en excursiones organizadas, nada de improvisación, con todos los
circuitos, comidas y hoteles programados. Sin embargo, siempre, siempre, y
gracias a aquellas salidas con Nacho, descubro algún detalle oculto en el lugar
más inesperado.