EL HEREDERO
Preocupa a su majestad el rey que su único hijo varón sea de modales tan
delicados. Le ve deslizarse por las galerías del castillo ligero como un soplo
de aire y arrullarse como un gatito cuando la doncella le cepilla los rizos
dorados antes de acostarse. Y, en contra de su criterio, ha preferido recibir
clases de arpa y canto, junto a sus hermanas, que salir con él a cazar
jabalíes, corzos y venados.
Le disgusta también, y mucho, que ande siempre entre las faldas de la
cocinera. Hoy, mientras ensillan su caballo en los establos, observa al
chiquillo en el gallinero. Con qué suavidad escoge un huevo, lo acaricia, le
retira las briznas y plumas pegadas, se lo pone en la mejilla para sentir su
tibieza, lo coloca con ternura junto a los otros en la cestita que la cocinera
se lleva. Al hombre le da una rabia tremenda, piensa que este hijo tiene una
tara muy gorda, que no va a servir para el oficio que le espera, pero de pronto
el niño agarra una gallina por el pescuezo y con sus manitas gordezuelas le da
un giro completo, y otro más, y otro, hasta que separa la cabeza del cuerpo, y
sale corriendo con el animal muerto hacia la cocina, y el rey respira con gran
alivio y contento porque hoy habrá su guiso preferido en el almuerzo.