MELANCOLÍA
Cada sábado el recluso Chester
W. Jones espera impaciente a que abran la biblioteca de la penitenciaría para
devolver la revista de la semana anterior y recoger con ilusión una nueva. Con
el carné de lector y una cuota simbólica de un dólar al año, se ha suscrito a
todas: de coches, de bricolaje, de decoración del hogar, de recetas de cocina.
Las de porno y tías desnudas, que eran las que le obsesionaban de joven antes
de que le enchironasen, esas no, esas las tiene prohibidas.
Cuando llega un nuevo ejemplar,
corre a recluirse en su celda, se acomoda en el camastro, lo abre y mete la nariz
entre sus páginas. Primero emplea unos minutos en aspirar el olor del papel cuché
y, una vez saciado, se centra en las fotos de los anuncios, que es lo único que
le conecta con la vida. Se deleita entonces con el aroma de los perfumes,
Chanel y Lancôme son
los que más le gustan. Luego pasa la lengua por las hojas donde hay botellas de
ron, de tequila, y sigue avanzando por la revista dejando que sus dedos
acaricien el pantaloncito o la faldita de cada niña, sus labios se posen en los
de cada mujer y sus ojos se llenen de sus pechos voluptuosos, de sus sonrisas
dentífricas, de sus caras de felicidad, de su alegría.
A lo largo de la semana
manosea, olisquea y chupetea repetidamente la publicación hasta el sábado
siguiente, que la devuelve toda húmeda y descolorida. Y con cada nueva entrega no
tarda en hacérsele la boca agua al recluso Chester W. Jones mientras se dirige
a toda prisa a su celda.