MASCOTAS
La habitación
de Candy estaba siempre perfectamente arreglada: cada juguete en su sitio, cada
cosa en su lugar. Y limpísima. Pasabas un dedo por cualquier balda y ni una
mota de polvo; en la moqueta, ni una pelusa ni un calcetín tirado. Abrías el
armario y te encontrabas sus falditas dobladas con esmero y las blusas colgadas
en perchas, ordenadas por colores. Los zapatitos, relucientes; las playeras,
sin barro ni nada. Todo así, en ese plan.
Además era
ella quien lo hacía, no su mamá. Su mamá solo entraba cuando la nena estaba en
el cole, y solo cuando olía mal. Retiraba entonces algún animalillo recogido en
la calle. Esta mañana, por ejemplo, encontró en una caja de cartón los tres
cadáveres mutilados de tres ratas enormes, menudo asco le dio, todo salpicado
de vísceras y sangre. Por lo demás, quitando esa manía, su Candy era tan
adorable, tan angelical.