ENAMORADA
Qué guapa va Melody, camino del altar. Por fuera, da gusto verla: la piel
color canela, ¡nada de rayos ultravioleta!, gracias a los paseos en yate por la
costa caribeña. El vestido de diseño, de Yves Saint Laurent, en tonos pastel y
con escote de balcón, por donde se asoman a saludar a quien quiera mirar sus
tetas. También lleva una tiara de diamantes que ya quisiera para sí la reina de
Inglaterra. Aunque lo que más llama la atención, si uno se fija bien, es el
brillo intenso de sus ojos.
Pero por dentro, en cambio, la pobre va fatal: los intestinos, desde el
amanecer, es un no parar, con retortijones y diarrea; el estómago no lo ha
tenido nunca más revuelto, ni después de una noche de champán y desenfreno;
tiene la piel de gallina, y eso que el termómetro marca treinta grados y
subiendo; y en la boca, nota el sabor del vómito que pugna por salir, pero ella
traga, disimula y sonríe a los fotógrafos del papel cuché, que venga flashes y
más flashes, vaya mareo.
Uno podría pensar que es que anoche estuvo de juerga y que el resacón es
de primera. O que la leche del desayuno estaba agria y ahora tiene un corte de
digestión. O que la mujer es nerviosa y oye, que se casa, y es normal que esté
atacada. Pero mira, no, no es nada de eso. Lo que siente es un asco tremendo,
un desprecio absoluto hacia su persona por casarse con ese anciano millonetis
que cada día le firma los cheques para gastar en joyas y ropa cara en las más
lujosas boutiques, y por las noches le exige que le chupe su verga fláccida
hasta que se pone un poco dura y correrse, que a veces tarda horas. Y la pobre
chica lo sobrellevaba bien, se había puesto mentalmente en modo aséptico con el
viejo, hasta que cayó enamorada ―«nunca me enamoraré de un muerto de hambre», se había prometido al salir
de su pueblo en Arkansas― del jardinero, un vikingo de casi dos metros.
Por eso la muchacha se halla ahora en esta disyuntiva: su corazón late
desbocado por Haakoon mientras que sus ojos, como el Tío
Gilito, brillan deslumbrados por el destello del dinero.