EL ESCLAVO
Ni
él mismo sabe sus años. «Sesenta, o setenta», sonríe a sus nietos cuando se
arremolinan a su alrededor para que les cuente historias. A menudo piensa que
ya debería estar muerto, pues no fueron pocas las veces que a punto estuvieron
de llevárselo consigo los espíritus de sus antepasados.
Los
niños escuchan, muy callados, su relato. Cuando de un machetazo le fue amputado
un brazo en la primera plantación donde fue vendido; cuando el siguiente amo le
abrasó ambos ojos con un hierro de marcar caballos; cuando le dejaron toda una
noche desangrándose tras recibir cien latigazos. Pero su preferida es la de
cuando el patrón tuvo hambre, arrastró a la orilla del río a una esclava de
trece años, hincó sus colmillos y garras en los tiernos pechos y nalgas y el
abuelo, de un garrotazo a ciegas, lo mandó al fondo del Mississippi, donde
nunca lo encontraron.