LA MÁQUINA
Una tarde al
regresar a casa noté olor a quemado. La computadora, que acababa de ganar un
importante torneo de ajedrez, echaba humo, así que corrí a llenar un cubo de
agua y me acerqué a ella. Estaba agonizando sobre un charco de litio y cables.
Limpié el vómito, puse una compresa húmeda sobre la pantalla, le di a
cucharadas un caldo de algoritmos y la dejé un rato apagada. Pero después
empezó con chantajes y amenazas, y no tardó en exigirme fines de semana libres,
vacaciones y días de asuntos propios, porque «seré artificial», dijo, «pero de
tonta, nada».