BOSQUE DE INTERIOR
Al encender la luz de la mesilla, cientos de
estrellas se ponían a girar proyectándose en el techo del cuarto de Nina, que
se dormía mirándolas mientras su madre le leía un cuento. Solía improvisar, y
cada noche inventaba un personaje para que su pequeña fuese un hada, una ninfa
o una princesa de ensueño.
La habitación misma recreaba la casita de un
duende. Pero un verano las florecillas de la moqueta empezaron a marchitarse y
los peluches de la cama —osos, cervatillos, conejos— fueron confinados al fondo
del ropero. De los árboles del papel de la pared quedaron solo ramas peladas,
parecían esqueletos. La lamparilla dejó de funcionar y el cielo azul celeste se
fue cubriendo de nubarrones negros. Hasta el nido de guata y algodón que habían
hecho juntas cayó del alféizar de la ventana, desparramándose por el suelo.
La noche de finales de agosto en que Nina
regresó a las tantas, descendió de una moto y permaneció largo rato colgada del
cuello del conductor, comiéndoselo a besos, las últimas perdices que aún
quedaban por allí emprendieron raudas el vuelo.