FLORES TARDÍAS
Mariví, la dependienta de la
corsetería, soñó anoche que una limusina aparcaba frente a su tienda, un chófer
uniformado abría la puerta de atrás y se apeaba Julián, el barbero, que acababa
de ganar un millón en el casino. Vestía de frac y olía a perfume caro. Con
aires de galán se le acercaba, caía de rodillas a sus pies y deslizaba en su
dedo anular un anillo de rubíes. Entonces ella, por hacerse la interesante, le
rechazaba un poquitín. ¡Qué delicado, vaya tragedia! ¿Cómo iba a imaginar que
aquella misma tarde, en una butaca de su salón, se cortaría las venas?
«Hasta en los sueños me quedo
sin pretendientes», se lamenta. Mientras repasa unos albaranes ve entrar a un
tipo regordete, patizambo, con tirantes y bombín. Es Simón, el hijo de la estanquera.
«Ho-hola», saluda. «Creía que era mudo», piensa ella. Entonces él, temblando
como un flan, le ofrece un ramo de margaritas y Mariví, que hace ya tiempo que
se tiñe las canas y no soporta cenar sola, le dice que sí.