LA PARADA
Conocía esa luz. Había escapado otras
veces de ella y sabía lo difícil que era no dejarse seducir por su destello
hipnótico, cálido, neblinoso.
La primera vez, cuando aquellas
fiebres, estuvo una semana deslumbrado, pero su madre sujetó firmemente su mano,
día y noche, impidiendo que se lo arrebatara; durante la guerra, cuando una
granada le arrancó un brazo y un torniquete hecho a tiempo rompió el hechizo del
resplandor; y ya jubilado, y manco, cuando salvó a dos niños de la resaca que los
arrastraba mar adentro. Flotaba ingrávido en la llama cegadora, medio ahogado,
cuando una ola lo devolvió a la orilla.
—Voy al baño, no tardo. —Su hijo no
respondió, ni quitó la vista del surtidor, mientras echaba gasolina. Al volante
su nuera, Marisa, sonreía al retrovisor y se humedecía con la lengua los
labios. Antes de entrar al lavabo, se giró al oír un chirrido de ruedas y vio
la polvareda que levantaba el coche al alejarse.
Entonces sintió un desgarro en el
costado izquierdo y notó una tristeza inmensa derramándosele por el pecho, como
él por el suelo, y sin oponer resistencia se entregó a la luz que refulgía,
esta vez, en todo su esplendor.