TERAPIA
EXPRESS
Tropezamos en la T4. Me miró.
Fue un instante para él, toda una vida para mí. Se disculpó, me ayudó a levantarme
y continuó su camino. Yo me quedé con el roce de sus dedos en mi mano y mientras
seguía pasando la mopa, mi mente voló a Tokyo. Ah, que no lo he dicho: era
japonés, o chino.
Viviríamos en una casita muy
feng shui: cada cosa ordenada en su sitio. Yo cuidaría del frondoso jardín, de
las flores de loto, de los pececillos del estanque. Y él prepararía un té de
jazmín en nuestra cocina requetelimpia. Y tendríamos un hijo precioso, con sus
ojos rasgados y su flequillo liso.
Pero el amor se acabaría,
porque éramos tan distintos. Yo me volvería a mi país y vaya lío con el vete y
ven del crío, que si dónde pasaría las navidades, los cumpleaños, las
vacaciones…
Cada vez que riño con mi Pepe
me choco intencionadamente con algún pasajero atractivo mientras limpio la
terminal. Se me suele quitar así el cabreo y luego vuelvo a casa deseando darle
un achuchón al atontado de mi marido. Eso nunca, ni con el japonés ni con
ningún otro, me habría apetecido.