CONVIVENCIA
—Como
la tortilla de patata que hacía mi abuela, ninguna. Esto, compañeros, no admite
discusión —empezó a decir Mauro. Era el más hablador de los cuatro.
―Se me
está haciendo la boca agua. ―Gerardo
se restregó con la manga la barbilla por donde le caía un hilo de baba.
Al ver
que los otros no decían nada siguió con su relato. Se le hacía insoportable
tanto silencio.
—Teníamos
un huerto ―continuó, animado―. Era
pequeño, pero había de todo: patatas, puerros, calabacines, repollos. También
una higuera y perales. Ya os digo, de todo. Yo siempre me ofrecía voluntario
para ir a por cebollas. Escogía las más tiernas y aromáticas, ¡cómo olían
cuando las arrancaba! Y luego mi abuela hacía el sofrito con un pimiento verde.
Mientras aquello se pochaba a fuego lento y un aroma delicioso impregnaba la
cocina ―el
recuerdo de esto le llevó a estirar un poco el cuello y olisquear el aire―, yo
batía los huevos recién puestos por gallinas que vivían tan campantes,
picoteando por el corral y los prados, comiendo cereal y gusanos…
—Por
qué no te vas a la puta mierda —gruñó Luciano, que llevaba un buen rato
mascando un nabo reseco.
Román
escuchaba con el ceño fruncido mientras pelaba con dedos temblorosos unas
bellotas heladas. Miraba la navaja, miraba a Mauro. No conocía de nada a aquellos
tres tipos con los que le había tocado patrullar por el monte. Cuando se dieron
cuenta de que el enemigo era más fuerte que ellos, corrieron a buscar refugio;
y suerte tuvieron de encontrar aquel hueco en una pared de piedra.
En el
interior de la cueva, los cuatro soldados se apretujaban unos contra otros para
darse calor, para no morir congelados, para seguir vivos hasta que pasase el
peligro. Si es que lograban salir con vida de aquel confinamiento.