DELIRIO
Es tan mofletudo y
lindo y graciosín Mateo que el resto de las mamás del parque desvían la
atención de sus nenes para quedarse mirando a ese angelito. Se desviven por él
y hacen turnos para empujar su columpio, secar con un clínex la baba que gotea
de su chupete o sacudir la arena que se le mete en las botitas al tirarse del
tobogán. Incluso apartan a sus propios hijos, tirando con fuerza de ellos ―ignorando sus llantos y
protestas― de la cola del
balancín, para que Mateo se monte a gusto.
Además ven a Cloe, la
mamá del niño, tan pálida y ojerosa, tan flacucha y desganada, mirando
desquiciada el columpio donde se encuentra ahora el chiquitín, que consideran
que es su obligación, como madres solidarias, echar una mano a esa pobre mujer,
que por algún motivo que ya averiguarán ―«ya nos enteraremos», cuchichean entre ellas―, está del todo ausente
y como en otro mundo.
Porque Cloe nunca
habla, no cuenta nada, y por eso no saben que lleva veintidós meses y tres días,
desde que nació Mateo, sin pegar ojo. Y año y medio sin marido, que dijo que o
lo estampaba contra la pared o se iba, que él sin sus ocho horas de sueño no
era persona. Y es que es cerrar ella un ojo y el niño ponerse a berrear hasta
que lo carga en brazos y a pasear por el pasillo. Y como se siente un momentito
a descansar en el sofá, se arranca de nuevo con el berrinche. Ni en la siesta
ni de madrugada se duerme ese crío. Las que están encantadas son las de la
guardería donde lo deja para ir a
trabajar, porque cae grogui según llega y duerme de un solo tirón las diez
horas.
No le han funcionado a
Cloe los métodos de los libros, los masajes, los baños con lavanda ni los
consejos recibidos. Pero hoy, gracias a la bruma que se va adueñando de su
mente, ha sentido cierto contento y alivio al confundir con una silla
eléctrica, llena de cables, electrodos y correas de cuero con hebillas para
sujetar brazos y piernas, el columpio donde, electrocutado y saliéndole de la
cabeza humo, se balancea su hijo.