TIERRA ADENTRO
―Cuando muera quiero que
lancéis mis cenizas al mar ―repetía últimamente la tía Águeda.
Nos había extrañado que
nos hiciera prometer eso, y más teniendo en cuenta que nunca había demostrado
el menor interés por la costa o la playa. De hecho, siempre ponía excusas para
no moverse del pueblo.
―Como en casa en ningún
sitio. ―Y ya podías insistir que ella erre que
erre.
Pero en las últimas
semanas, la demencia senil que padecía nos estaba dando algunas sorpresas. Se
ponía vestidos que llevaban una eternidad en el desván y apestaban a alcanfor y
escuchaba música de tiempos remotos en el tocadiscos. Iba en una especie de
danza con el tacatá por la casa, por el jardín. Una vez tuvimos que sacarla de
la piscina donde había caído al resbalar.
―Quiero ver el mar, que
nunca lo he visto ―nos espetó un buen día.
El doctor autorizó su
salida, añadiendo que siempre es saludable respirar la brisa marina y que
total, para lo que le quedaba, que no le quitásemos el capricho.
El viaje de doscientos
quilómetros duró siete horas pues cada dos por tres teníamos que parar para que
hiciera pis. No había querido llevar pañal porque se había puesto unos
pantalones vaqueros, que a saber de dónde los había sacado, y decía que se le
marcaba mucho. Después de la última gasolinera, cuando empezaba el aire a oler
a mar, la tía Águeda se quedó dormida y ya no volvió a despertar.
Sus cenizas las
enterramos debajo de las azaleas que con tanto mimo cuidaba.