A CONTRACORRIENTE
Podía pasarse horas Alberto mirando
por la ventana el acuario de casa de los vecinos, contemplando el movimiento de
los peces. Se había dado cuenta de que, mientras se abstraía en ese mundo
líquido, no llegaban a sus oídos los «¿has hecho los deberes?», los «¡recoge
tu cuarto!», los «¡estás
castigado sin salir!», los «¿cuándo vas a obedecerme?».
De pequeño se escondía, día sí
día también, debajo de la cama abrazado a su oso de peluche y con sus manitas
se tapaba los oídos y las orejas del animal. Aquellos fueron los primeros
intentos de aislarse de esa realidad hostil que le había tocado vivir, llena de
obligaciones, de tareas escolares, de todo el rato estar haciendo algo. Pero
ahora, que ya es mayor para muñecos, ha descubierto esa pecera gigante donde todo
es silencio, armonía, paz. Donde las algas del fondo marino se mecen
parsimoniosas al desplazarse cerca un pez amarillo, el cofre del tesoro está a
rebosar de joyas y lingotes, donde los peces de colores van y vienen, vienen y
van, y engullen despreocupadamente un camarón deshidratado y así se pasan el
día, los días, los meses, sin más nada que hacer.
Por eso Alberto ha decidido no
volver. Se ha llevado hasta la bici, para darse unas vueltas por el fondo, y
puede decirse que es bastante feliz. Los padres, entretanto, observan a su hijo
cada vez más ausente. «Está en la pubertad», se dicen entre resignados y
abatidos, pues además se le está poniendo la cara llena de acné, aunque si uno
se acerca al chaval se ve claramente que son pequeñas escamas y no granos lo
que le está saliendo en la frente.