EL VIVO AL BOLLO
Pero mira
cómo moquea la Gabriela, ahí de rodillas abrazada al féretro de su madre, la
muy falsa. No, si ya lo vi yo clarito cuando entré a servir en esta familia; no
levantaba un palmo del suelo y siempre conseguía todo lo que se le antojaba a
base de llantos y pucheros; qué bien se le da eso de mojar la pestaña. ¿Pero
cuántos años hace que no se dejaba caer por el pueblo? Ni cuando el Norberto,
su hermano, el pobre infeliz, la telefoneó cuando ingresaron a doña Palmira en
el hospital con una neumonía, que a punto estuvo de irse para el otro barrio;
ni cuando tropezó con un escalón y se rompió la cadera. Ni siquiera este último mes, que sabía
perfectamente, porque se lo dije yo, que la mujer estaba en las últimas.
Siempre,
siempre, ponía alguna excusa: que si no puedo dejar sola la boutique, que si mi marido está de
negocios fuera de la ciudad y tengo que atender a mis hijos… Que digo yo que me
río de la educación recibida por estos dos mocosos; se podían haber quedado en
casa con su padre o encerrados en algún internado. ¡Que no se puede venir a la
iglesia a alborotar, que esto es un lugar sagrado! Qué poco respeto inculcan
ahora a la juventud, de verdad. En mis tiempos por toser o rascarte la nariz te
daban un pescozón que ya podías quedarte tiesa en el banco durante toda la misa
por la cuenta que te traía.
Ahora no,
ahora cada uno hace lo que le da la gana. Pero no me extraña, no: de tal palo
tal astilla. Los niños venga a enredar y molestar y nadie, ni siquiera el cura,
les llama la atención. Claro que viendo a su madre hacer el paripé con sus
lamentos y lloriqueos, a estos dos casi ni se les oye.
Muy mal
bicho es la Gabriela. Ayer tarde cuando llegó, tras aparcar el descapotable en
el garaje, lo primero que hizo al atravesar la puerta de la casa fue taparse
con los dedos la nariz. A los niños los mandó a esperarla al coche y ya en el hall arrastró al Norberto, que no dejaba
de arrancarse los pelos de las manos, a la cocina, y me mandó que le hiciese
una tila. Ella se encerró un buen rato en la biblioteca, supongo que a buscar
documentos importantes. Y creo que los encontró, porque cuando salió tenía una
sonrisa de oreja a oreja y apretaba unos sobres muy abultados bajo el brazo.
Sería el testamento, digo yo.
Al
dormitorio donde su difunta madre recibía la Extremaunción ni se asomó. Con su
boquita de piñón bien perfilada de rojo, dijo que prefería recordarla
trajinando feliz en la cocina, mientras preparaba aquel delicioso chocolate y
su hermano y ella moldeaban galletas con formas de peces y estrellas. Habían
pasado más de cuatro años desde la última vez que vino a verla y ahora se ponía
nostálgica con los bizcochitos. Lo que tiene una que aguantar.
«Nos
quedaremos un par de días en el hostal del pueblo, Renata, así no te damos que
hacer», me dijo saliendo a toda prisa con el botín. Pero yo no tengo un pelo de
tonta, qué se piensa esta. Lo que pasó es que la señoritinga es muy delicada y
no soportaba el olor que desprendía el cuerpo de la difunta. Y eso que había
muerto esa misma mañana. Pero la infección se le había extendido semanas atrás
por todo el cuerpo y las llagas purulentas, por más que me dedicase a cambiarle
las vendas cada tres horas, no dejaban de empapar las sábanas y el colchón. Yo
ventilaba la habitación, cambiaba la ropa de cama y la enjabonaba con una
esponja cada mañana, pero el hedor se había ido extendiendo inevitablemente por
toda la casa.
Y ahora me
toca verlos aquí, a todos juntitos, sentados en el primer banco de la iglesia,
como corresponde a los familiares más cercanos. Y yo en la cuarta fila, como
una apestada, como si no hubiera estado atendiendo a esta familia durante casi
cuarenta años y cuidando con abnegación a la señora en los últimos meses de su
enfermedad. Ninguno de los parientes ha venido a saludarme, ni a preguntarme
cómo estaba, o a ver si necesitaba algo.
Imagino que
en unos días, al Norberto lo ingresarán en alguna institución para enfermos
mentales. Estaba muy apegado a su madre y ahora el pobrecín no para de morderse
los puños de la camisa. La Gabriela querrá vender el caserón y sacarse unos
cuartos; y a mí, una pobre anciana desvalida de setenta años, me pondrán de
patitas en la calle sin una frase de agradecimiento y con una compensación de
risa por los servicios prestados.
Para cuando
se lleven al Norberto, tengo pensado abandonar este pueblo. En cuanto me
comuniquen el despido, sacaré un billete de autobús a la capital. Allí me
alojaré en un hotel y por la mañana iré a buscar una agencia de viajes. Siempre
me llamó mucho la atención hacer un crucero y viajar por todos los mares del
mundo. Y con los fajos de billetes que encontré en la caja fuerte de la
biblioteca —la pobre doña Palmira, en sus delirios de fiebre, me reveló la
combinación secreta— solo tendré que volver a tierra firme el día en que me
metan en un ataúd.