LA JAULA
A la institutriz de Beatrice
no le queda otra que mentir a los padres de la niña cada vez que telefonean
desde donde estén: Bombay, Sidney, Cuzco, Johannesburgo. Todos sitios muy
lejanos. Son gente con muchos compromisos allende los mares y en cuanto
terminan algún negocio o a lo que sea que se dediquen, lo que necesitan ―le
explican― es
relajarse en un crucero, tomarse unas vacaciones, tumbarse panza arriba en la
tumbona de alguna playa. Y si es en otro continente, mejor, piensa ella. El caso
es que verlos, solo los ve dos o tres semanas al año.
Se le pasa por la cabeza a
veces que, si vivieran en otra época, podría encerrar a la chiquilla bajo llave
en el desván, con las ventanas tapiadas, como a las princesas de los cuentos,
que las castigaban en los torreones de los castillos. Pero estamos en el siglo
XXI y eso no puede ser, la denunciaría la mocosa y la meterían en la cárcel. Así
que tiene que resignarse cada tarde a ver escabullirse por la puerta trasera un
pimpollo lleno de lazos, con su vestidín blanco y sus tirabuzones dorados y al
cabo de un par de horas comprobar horrorizada cómo regresa hecha un asco, toda
despeluchada y llena de barro.
Pero comprende la buena mujer
que a esta criatura, que lo tiene todo ―una
casa que sale en las revistas de decoración, profesores que la educan sin necesidad
de moverse de su cuarto, doncellas, mayordomo, juguetes de madera hechos de
encargo―, lo que
realmente le entusiasme sea juntarse con los mozalbetes del barrio y comer
pipas en un banco, correr detrás de una pelota, jugar a las canicas, saltar
sobre los charcos, tirar piedras a los gatos.