TOP MODEL
A su madre le cuenta que ha
quedado con las amigas, que van a dar una vuelta al centro. Desde detrás de las
cortinas de la ventana, cada tarde, la mujer observa con tristeza a Sandra meterse
sola en la boca del metro.
Más tarde, elige alguna de las
estaciones más abarrotadas de la capital y se apea. Durante la tarde, se dedica
a mirar boutiques de lujo parándose en los escaparates. No se fija en lo de
dentro sino que aprovecha para ver su reflejo y recomponer su aspecto. Entra en
un McDonald´s y se acoda junto a la ventana, donde mordisquea lánguidamente una
hamburguesa. Después, en otro establecimiento de moda, se pide un helado y lo
va dando breves lametazos, haciendo que dure, mientras completa varias vueltas a
la plaza. Sube y baja la avenida peatonal, atestada de gente que sale cargada
de bolsas de los comercios.
En fin, dejarse ver, ese es el
plan. Que un ojeador avispado, un cazatalentos, se fije en ella, como a esas
modelos a quienes descubrieron en la calle haciendo cosas tontas, como cruzar
un semáforo o abrir un paraguas o dejar que el viento les robe el sombrero, y
ahora viven en New York, y viajan por el mundo entero. Y poder así dejar atrás
esta vida deprimente y vulgar, de la que lleva intentando escapar tanto tiempo.
Cuando concluye la ronda son
casi las doce. Cabizbaja, y cada día más cansada, se sienta en un banco
solitario del andén a esperar el tren que la llevará de vuelta a la periferia. Es
el peor momento, el del regreso. Lleva con esta historia desde los dieciséis,
calcula mientras estira con los dedos un mechón de pelo y, pese a la luz
pobretona del techo, constata deprimida que cada vez hay más canas y menos de
su pelo negro.