LA CONDESA
A Katia, la inquilina del entresuelo,
todos la tenían por una vieja loca por las parrafadas que metía a los gatos
callejeros y a las palomas. Aunque la mayoría de las veces hablaba sola, más
que nada porque nadie la entendía.
―как я был счастлив, когда был молод, когда я жил во дворце, со своими платьями, моими украшениями, моими поездками и моими вечеринками, и как ужасна сейчас жизнь, черт возьми ―decía.
Solo salía de casa los viernes, para ir
a la peluquería. Allí se sentaba, miraba las revistas de papel couché, señalaba
con el dedo el peinado de alguna modelo y, por mucho que insistieran las
empleadas con que eso no le iba, ella siempre se salía con la suya y cada
semana volvía a su casa con una peluca nueva: un moño alto, una coleta muy
tirante, una trenza alrededor de la cabeza o una melena lisa. Entonces ponía el
tocadiscos, se sentaba en la butaca, se servía un chupito de licor y se fumaba
un paquete de cigarrillos, hasta que le embargaban la nostalgia y el llanto y
se quedaba dormida.
Aquel día mientras hojeaba el
Cosmopolitan, Natasha, una aprendiza nueva, la oyó hablar, se le acercó y
resultó que se entendían. ¡Qué alegría se llevó Katia, poder charlar después de
tantísimo tiempo con una paisana!
Las dos horas que estuvo haciéndole la
manicura y arreglándole una peluca pelirroja, de corte Bob, le contó su vida:
que era una condesa muy rica, que tuvo que huir de su país, que estaba allí de
incógnito y que nadie la encontraría nunca. Ante el interés que ponía la joven,
y como no le dio tiempo a terminar, la invitó a su casa a tomar el té. Una vez
allí, abrió una botella de vodka y, entre tragos y humo de cigarrillos, siguió
contándole cosas. De sus amantes, de sus safaris. De sus joyas. Le mostró una
llave de plata que llevaba en una cadenita al cuello y dónde estaba el joyero
que abría. Poco después se terminó la botella de vodka y cayó rendida.
Al día siguiente se despertó algo
mareada se recolocó la peluca y se puso a ordenar el salón. «Qué tretas tiene
que inventarse una pobre anciana como yo —pensaba con una medio sonrisa
mientras recogía la bisutería que Natasha había tirado de mala leche en la
alfombra y comprobaba que el joyero de verdad seguía en la caja de costura—
para tener un poco de conversación».