NIEBLA
A Felipa de vez en cuando le
entra la pesadumbre de haber abandonado los estudios tan pronto y haberse
puesto a trabajar en esta lavandería infernal, que parece un horno del calor
que pasa. Y concretamente, en este preciso instante, se lamenta de no haber
aprendido nada de latín. Solo se acuerda del «rosa
rosae», el
«veni, vidi, vici», el «citius, altius, fortius» y poco más; y con ese chapurreo no va a poder
pedir socorro al gladiador romano a quien imagina cabalgando a lomos del corcel
negro que se aproxima al galope, abriéndose camino a través de la niebla.
Así que, tendida sobre las
baldosas como está, extiende los brazos y los agita, gesticula con la cara, ese
hombre tiene que ver las señales de auxilio, actuar con rapidez y profesionalidad,
rescatarla de este sótano insalubre y sin ventilar. Entonces, a través de los
cristales empañados de la puerta de la lavandería, ve definirse la imagen del
capataz. De pie frente a ella, con esa sonrisa equina que tanto odia, que por
algo le llaman Caracaballo, acaba de tirarle encima un vaso de agua. Y la pobre
Felipa, recuperándose de su indisposición, se levanta del suelo mareada, pide
disculpas, se compromete a recuperar esos minutos perdidos al final de la
jornada y continúa con el centrifugado de sábanas y toallas. De su salvador, del
rescate y de cómo escapar, tan ocupada como anda, ya ni se acuerda.