LA ZAMBULLIDA
Una traidora,
como las otras. Unas ingratas es lo que son. ¿Acaso se merece el pobre Sherman
tamaño desprecio? Siempre que las encuentra entre sus redes, enganchadas a un
anzuelo o mordidas por un tiburón, cura sus heridas, jabona sus cuerpos y las
conforta en sus febriles sueños. Al principio ¡qué falsas! le juran amor
eterno. Pero bien poco les duran sus camelos.
Hoy, al levantarse, ve en cubierta un rastro de agua que conduce hasta su lecho. De puntillas se acerca, la contempla. ¡Qué hermosa está sonriendo! Tiene las mejillas arrobadas, le chorrea el cabello. Pero ¡oh, cielos! En sus pechos, hombros y cuello multitud de círculos rojos de ventosas, y un hilillo de tinta brillante que mana de su boca. De cintura para abajo… ¡ay, mejor que no la destape, que no lo vea!
Hoy, al levantarse, ve en cubierta un rastro de agua que conduce hasta su lecho. De puntillas se acerca, la contempla. ¡Qué hermosa está sonriendo! Tiene las mejillas arrobadas, le chorrea el cabello. Pero ¡oh, cielos! En sus pechos, hombros y cuello multitud de círculos rojos de ventosas, y un hilillo de tinta brillante que mana de su boca. De cintura para abajo… ¡ay, mejor que no la destape, que no lo vea!
Entonces la
agarra de la cola y sordo a sus súplicas y arrepentimientos la arrastra fuera
del camarote. Agarra un cuchillo atunero y ¡zas! la parte por la mitad. «No
volveré a dejarme encandilar por ese canto hipnótico», se engaña Sherman, cogiéndola
de los pelos y arrojando el tronco al océano, bien lejos.
El resto lo
guarda en la bodega. Para caldo.