PREVENCIÓN DE
RIESGOS LABORALES
Al poco de nacer, nuestros padres ya nos animaban a que peleásemos entre nosotros. Así, jugando, aprendimos a defendernos y luchar. También a salir en estampida, en caso de avistar osos o algún hombre armado con un rifle. Desde pequeños nos enseñaron a cazar, a trocear las presas más grandes y a enterrar pedazos de carne para cuando nevara. Corríamos a diario para ser los más veloces y nos habituamos a dormir ojo avizor y a oler al enemigo a varias yardas de distancia.
Pero
sobre todo nos inculcaron que, aunque nos rutaran las tripas, huyésemos
despavoridos en cuanto viéramos aparecer por el sendero del bosque a una niñita
con caperuza roja y mirada angelical. Por más que nos apeteciera hincarle el
diente a ella o a la tarta de manzana que llevaba en su cesta, en eso nos
insistieron mucho. Ninguno queríamos acabar como el antepasado aquel, incauto y
tragón, al que llenaron de piedras el estómago mientras dormía tras zamparse a
la abuela de la niña. Y que horas después despertó con muchísima sed, bajó al
río a beber, resbaló y del peso se hundió hasta el fondo y el pobre desgraciado
se ahogó.