SILENCIOS
Al asomarse al agujero, se le tiñe la mente con
el rojo de la mercromina
que ella ponía en sus rodillas despellejadas y evoca sus besos y soplidos en
las costras, para que no le picaran. Uno tras otro, los delantales de mamá
fueron su refugio durante toda su infancia, cada vez que volvía magullado de
jugar en la plaza.
El
olor a leña, donde cocinaba galletas, guisos de cuchara, buñuelos o tartas de
manzana, le calmaba. Ella iba y venía cantarina por la casa, cercana,
trajinando en la cocina, haciendo las camas o la colada. Siempre dispuesta para
atenderle, con un pañuelo arrugado metido en la manga, para enjugar las lágrimas
de aquel hijo esmirriado, enteco y triste, que apenas hablaba.
Una
hilera de imágenes y recuerdos de la única persona que le amó, y todos los «te
quiero» y «gracias» que nunca pronunció, ni de niño ni mientras anoche
acariciaba sus canas, se diluyen ahora junto a las lágrimas que resbalan por su
cara, mientras ve cómo cada palada de tierra va cubriendo la caja.